Mendoza, una mañana de 1969.

El hombre, flaco y algo desaliñado en su apariencia, saludó a María Elena, la dueña de la pensión, con el respeto de siempre y luego de conversar sobre el tiempo y otras menudencias, le hizo un insólito pedido. Bencina, dijo, para limpiar algunas manchas del traje raído pero recién lavado.

La mujer, de apellido Grand, que daba pensión cerca de la plaza Independencia, se disculpó por la carencia de ese líquido y lo vio marcharse hacia la muerte.

Un rato después, aquel hombre enjunto y tosedor y con los bolsillos cargados con poemas, llegó a la plaza Independencia de Ciudad, se roció con querosén y se prendió fuego.

Era Víctor Hugo Cúneo, poeta nacido en San Juan y radicado en Mendoza, donde se sintió tan fuera de este mundo como en su provincia natal. Aquel 19 de octubre de 1969 tenía 44 años.

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Víctor Hugo Cúneo, el poeta en llamas, según el artista plástico Carlos Alonso.

Víctor Hugo Cúneo, el poeta en llamas, según el artista plástico Carlos Alonso.

Los libros y el fuego, enemigos íntimos

Las crónicas de la época dan cuenta de un testigo calificado, que relató una y mil veces la tragedia tan súbita e inesperada. Cúneo ya había padecido, en los tiempos de Onganía, los efectos devastadores del fuego pero no en su cuerpo sino en el alma, cuando desconocidos le incendiaron dos veces un puestito de venta de libros de segunda y tercera manos, en plena avenida San Martín.

Cúneo, más tarde denominado "el poeta del fuego", fue socorrido mientras ardía en la plaza mayor de la Ciudad de Mendoza y llevado al Hospital Emilio Civit, situado en las entrañas del Parque General San Martín. Murió el 21 de noviembre.

Ningún ser humano hubiera resistido semejante daño físico y el artista y vendedor de libros usados no fue la excepción. Su muerte fue, paradójicamente, un comienzo: el inicio de la leyenda del poeta del fuego.

Pautas Eneras, de Braceli, quemada en Casa de Gobierno

El fuego y los libros son enemigos íntimos en épocas de incomprensión y de regímenes dictatoriales. Equivocadamente creen los totalitarios que el fuego transformará en cenizas los pensamientos y las formas de ver el mundo ya sea que hayan sido escritos en verso o en prosa.

Fareinheit 451, novela del entrañable escritor y autodidacta Ray Bradbury, sigue alumbrando conciencias desde su publicación en 1953 por más que las brigadas de "bomberos" quemaran -a fuerza de lanzallamas- cada volumen y cada tomo prohibido bajo el descabellado argumento de salvar a la sociedad.

En Argentina no fuimos ajenos a semejantes atrocidades, como en los años de dictadura militar, de cuyo inicio se cumplen este lunes 49 años. Y en Mendoza, tampoco. De hecho, en 1962, los militares interventores designados tras el derrocamiento de Frondizi quemaron el primer tiraje del libro Pautas Eneras, primera obra literaria del lujanino Rodolfo Braceli.

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El primer tiraje de Pautas Eneras, de Rodolfo Braceli, fue quemado en Casa de Gobierno en 1962.

El primer tiraje de Pautas Eneras, de Rodolfo Braceli, fue quemado en Casa de Gobierno en 1962.

También esos delincuentes y genocidas se equivocaron cuando creyeron que haciendo arder los libros de Braceli apagarían su voz. Para fortuna de todos, el imprentero Gildo D´Accurzio y sus máquinas maravillosas no se dejaron amilanar y en la Navidad del grave 1962 Pautas Eneras recuperaba calles y conciencias mendocinas.

El poeta Víctor Hugo Cúneo tampoco desapareció, culturalmente hablando, claro está. Quedó su obra. Su único libro editado es “El Nacimiento del Ciudadano” (Ediciones Culturales de Mendoza).

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El único libro publicado de Víctor Hugo Cúneo.

El único libro publicado de Víctor Hugo Cúneo.

La cultura incombustible

Del "poeta en llamas" se habla en la historia literaria de Mendoza, en las publicaciones de la colega Mariana Guzzante en La Melesca y -cada tanto- en el programa del amigo Miguel García Urbani en radio Nihuil. Los lectores de Diario UNO también merecían conocer algunos trazos de la vida de Cúneo, como que existió, que vendió libros de viejo también en la avenida Las Heras 400 y que con el fuego pretendió apagar tanta pasión y desencanto.

Cuenta la historia que el deceso de Cúneo reunió en el cementerio de la Capital a otros notables de la época, como los indispensables Antonio Di Benedetto y Vicente Nacarato.

Eran tiempos de Ramponi, de Levy -"Cúneo hablaba con su soledad a puro silencio", dijo el Carlitos-; tiempos de Tejada Gómez y de Fernando Lorenzo, otros que se fueron pero no, porque nos dejaron una obra tan generosa como universal e incombustible.

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