Cuentos de terror

Testimonios del más allá: se alquila casa amplia y moderna, terror incluido

Ana, oyente de Radio Nihuil, nos compartió el temor que hace algunos años rodea una vivienda que fue de un reconocido médico y en la cual ninguna familia logra permanecer mucho tiempo

Ricardo tenía una intensidad que transmitía a todo aquello que le gustaba, sin importar si era un interés esencial o banal. Por eso la medicina no sólo fue su carrera, sino el punto de partida de un ininterrumpido aprendizaje. Dedicó décadas a su estudio y la especialización en cardiología lo convirtió en un referente de congresos nacionales e internacionales. Fue director de uno de los más prestigiosos hospitales de Mendoza, pero cada logro no hacía más que enfocarlo en la meta siguiente.

Era un obsesivo de la perfección y con el mismo afán encaró el estudio del piano, pero con una suerte muy dispar. Las manos que llevaban sanidad a los cuerpos no lograban ser lo suficientemente gráciles para que las melodías fuesen tan soberbias como su mente las diseñaba.

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Si hubiese conseguido aunar su sensibilidad musical con su pericia médica, habría sido un hombre completo, pero sus desiguales talentos lo convirtieron en un ser fragmentado.

Se casó y tuvo hijos, pero recién cuando enviudó encontró un motivo de regocijo inesperado. Una casa, en la Cuarta Este de la capital mendocina, construida en la década de 1960, que exhibía las marcas despiadadas del paso del tiempo. En los cimientos con humedad, en la cocina invadida por la suciedad y el abandono, en las habitaciones con los pisos corrompidos, vio una fortaleza conmovedora. Estaba en ruinas, pero estoicamente en pie. Como él.

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Más tarde se casó con una mujer que también estaba vinculada a la medicina, pero en San Juan, con lo cual tenía una ventajosa relación de afecto discreto y conveniente distancia. Ella no tuvo nada que ver con las refacciones que encaró en el nuevo hogar, ni tampoco él quiso involucrarla. Era su casa. Sólo suya.

Cuando las obras concluyeron, Ricardo sintió por primera vez que su mejor versión habitaría ese lugar. Entre sus paredes no tenía la inquietud de las horas previas a entrar al quirófano ni lo perturbaba reconocer que nunca sería un gran pianista. Allí no había aspiraciones, sino una aceptación que nada tenía que ver con la resignación, sino con una inexplorada plenitud.

Las únicas visitas que recibía eran nocturnas y el doctor aseguraba a sus vecinos que se trataba de colegas, que llegaban a esa vivienda como a un informal foro de estudio y colaboración profesional. Hasta allí, todo normal, pero la dinámica cambiaba cerca de la medianoche, cuando comenzaban a escuchar golpes secos, como de huesos al romperse, seguidos por una melodía, de lenta cadencia, que surgía del piano. Esa extraña partitura, que unía sonidos inquietantes con notas armoniosas, ahuyentaba el sueño de los vecinos más cercanos.

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Ricardo era un orgulloso anfitrión. Su casa era una fortaleza que compartía con pocos y que nunca cedería. Había un entendimiento visceral entre esas dependencias y su ser, un sentimiento de pertenencia que nunca antes había experimentado y al cual no podía renunciar. Ese lazo sólo pudo quebrarlo la muerte y la casa quedó abandonada, con la desolación de haber perdido la única vida que resguardaba.

Así permaneció varios años, en la oscuridad del luto, hasta que la viuda, desde la lejanía, decidió alquilarla. Se abrieron ventanas, el aire entró como un invasor implacable y se llevó los años de polvo y recuerdos que habían quedado aprisionados en las habitaciones.

Una corriente de risas infantiles, corridas y voces nuevas se hicieron espacio en ese lugar detenido en el momento exacto en que Ricardo lo abandonó, porque la muerte lo obligó a hacerlo. Un matrimonio joven y dos hijas pequeñas fueron adueñándose de los espacios, con sus presencias, con sus objetos, con las vivencias que irían sumando para conformar su familiar cotidianeidad.

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La hija mayor, de unos tres años, disfrutaba de su habitación, que era amplia y había sido decorada con motivos infantiles que interrumpieron el blanco uniforme de las paredes. De espíritu tranquilo, tenía la disposición natural de entretenerse sola con sus juguetes -su hermanita era una bebé y no podía ser todavía compañera de juegos- y ya los primeros días la madre escuchaba las carcajadas contagiosas que provenían de ese cuarto. La pequeña reía con tal intensidad y frecuencia que la mamá sintió curiosidad de saber cuál era el motivo de la alegría de los últimos días. La niña le contó, señalando un rincón, que “ese señor le hacía caras raras”, que le daban risa. El lugar señalado estaba vacío, a excepción de un pequeño peluche que había quedado apostado como si estuviese en penitencia.

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La madre atribuyó el episodio a la exaltada imaginación de su hija. Pero luego esa habitación siguió concentrando su atención, por otros motivos. Primero fue por las noches, cuando una música de piano comenzó a filtrarse en el silencio del sueño, como un arrullo oscuro. Al principio pensaron en algún vecino trasnochado que ensayaba, pero luego identificaron el lugar de origen sin dudas: la habitación de la niña.

Por puro instinto, la llevaron a dormir con ellos y cerraron la puerta del cuarto infantil, mirándose con un miedo que intentaban no transmitirle a la hija. De regreso a la tibieza de la cama amplia, el ruido de la puerta al abrirse fue un golpe directo, seguido por las apagadas notas de una melodía de piano que se reiniciaba en el terror.

Desde esa noche, la música de convirtió en una constante, con una obstinación que casi parecía una burla macabra. Un piano y una guitarra de juguete, descerrajaban sus notas aún sin tener baterías y no hubo intento para que cesaran su actividad que tuviera un buen resultado para los adultos, porque las niñas asistían a esos exabruptos musicales con despreocupada alegría.

Los padres, apenas caía la tarde, sentían que participaban de un ritual como parte obligada y del cual no sabían cómo escapar. A veces se despertaban por el sonido del aire acondicionado o el extractor de la cocina, que se encendían solos y terminaban deambulando por las habitaciones, los dos juntos, como si la compañía fuese un conjuro efectivo.

La sensación que los alcanzaba, sobre todo al entrar de la calle, es que estaban en un lugar hostil, que resistía la vida de maneras tenebrosas. Las plantas que trajeron se secaron, sus dos mascotas murieron en un corto período de tiempo y era imposible desconocer que no podían asentarse en ese espacio, disfrutarlo, porque desde los cimientos la casa parecía querer expulsarlos.

Quizá saber la historia de la residencia los ayudaría a entender o, en un caso extremo, decidir si la permanencia era la mejor opción para la familia.

Y allí surgió el nombre de Ricardo, el hombre aferrado a la casa embellecida, el pianista frustrado y prestigioso cardiólogo que, aseguraban, había construido esos muros para contener un espíritu repleto de contradicciones y falto de generosidad.

Una vecina fue más allá y les confesó que no pocos lo habían visto, de pie junto al ventanal que daba a la calle, mirando desde el destierro de la muerte a los que pasaban, como un centinela, con la implícita advertencia de señalar que esos aún eran sus dominios.

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Escucharon y asimilaron el miedo propio y los ajenos. De manera progresiva, se acostumbraron a los ruidos a destiempo y comenzaron a dormir con la tranquilidad intacta, anestesiados al haber convertido lo excepcional en cotidiano. Eran situaciones molestas, pero no se sentían en peligro y eso los convenció de permanecer en un espacio que sin ser un hogar, era conveniente, sobre todos por sus comodidades.

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Esa mañana la mujer comenzó con el almuerzo, ignorando la persistencia de la música que provenía de la habitación de su hija, que también supieron por sus averiguaciones en el barrio, había sido la del tristemente famoso doctor. La escuchaba con un dejo de engaño a si misma, como si ese día se hubiese levantado a hacer la limpieza, llevado a las niñas de la guardería y saludado a las vecinas en la verdulería, para finalmente llegar a su casa y encender la radio para escuchar un concierto de piano, que tanto le gustaba. Ese itinerario imaginario, donde la felicidad era una rutina sencilla, la mantenía con cierta calma, como quien contiene la respiración antes de sumergirse en el agua.

Colocó, por costumbre, la sartén con aceite, en la hornalla trasera. Quien tiene niños de corta edad suele adquirir este hábito para evitar accidentes y aunque las pequeñas no estaban, la precaución permanecía. El líquido burbujeaba y en el instante en que iba a colocar unas papas a freír, se abrieron las puertas de la alacena ubicada sobre la cocina y en un movimiento rápido, una pinza fue expulsada desde su interior. Ella tuvo tiempo de repasar, muchas veces, esa imagen irracional en su cabeza, cuando ese utensilio de metal no cayó en una trayectoria normal hacia el suelo, sino que en la mitad de su caída, se desvió con violencia hacia atrás, hacia el aceite, que buscó el cuerpo de la mujer con una voracidad de animal hambriento. El grito impregnó las paredes de un sonido tan poderoso, que todos los demás se acallaron al instante.

Las heridas fueron severas, tanto en los brazos como en el cuello y el torso. Si le preguntaban qué le había pasado, una mueca de disgusto le ganaba el rostro al instante, porque sabía que debería mentir torpeza o descuido, pero nunca decir la verdad. No le creerían. A ella le costaba creer que esa secuencia que vio como un destello y le estalló en minúsculas partículas de fuego, sucedió, fue real.

Algo en la dinámica de la convivencia había cambiado y ella había sido lastimada. Recuperarse fue la otra parte del infierno. El ardor y las punzadas que desde la piel se extendían a los músculos eran sellos indelebles que no la dejaban olvidar. Y tenía cada vez más miedo. Moverse dolía, vestirse dolía, dormir dolía aún más, pero lo intentó, junto a una de sus hijas, con la esperanza de que el sueño trajera algo de alivio.

Sonó el timbre. Las dos se despertaron con un pequeño sobresalto. No pudo cargarla en brazos, hasta ese gesto de cercanía el fuego se lo había arrebatado, pero le indicó a la pequeña que la siguiera hasta la puerta. Por primera vez, la niña no se opuso ni quiso estirar el despertar unos minutos más.

Antes de llegar a la puerta, escucharon el estruendo. El ventilador de techo había caído sobre la cama donde segundos antes ambas dormían y las aspas retorcían las sábanas en un girar tan brutal como sostenido. Era hora de irse.

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No tuvo que explicar demasiado la decisión a su marido. Los dos sabían. Nunca fueron aceptados o bienvenidos en esa casa de paredes blancas y cimientos tenebrosos. Vaciaron las dependencias con una prisa que tenía mucho de alivio. Y las habitaciones volvieron al cobijo del luto, del silencio, de la soledad que su legítimo dueño había impuesto. Era el orden natural.

Pero la dueña lejana decidió, tras unos meses, volver a alquilar la casa. El los vio llegar. Usurpadores, como los anteriores, que caminaban sus cuartos, abrían las ventanas que él eligió, con niños que manchaban las paredes claras como él las quería, con hombres y mujeres que hablaban y reían cuando él prefería el silencio.

Intrusos. Llenos de vida y con la osadía de invadir lo que era suyo. Era el dueño, el único con derecho a transitar su casa. Se los haría saber. Y no dudaría en hacerles pagar caro esa afrenta.

Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.

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