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Imagen elaborada con IA / Gonzalo Ponce
La tragedia lejana
A mediados de los años 50, Oscar vivía entre Chile y Mendoza. Toda su familia estaba en nuestra provincia, pero el trabajo y su necesidad de experimentar otras realidades habían escindido su tiempo. Cada vez que cruzaba la cordillera sentía que esa frontera lo seccionaba en dos mitades, a veces antagónicas.
En Chile disfrutaba de una libertad producto del desapego y la distancia, que en su lugar de origen no conocía. Con sus amigos cercanos al mar compartía afinidades inexplicables y por primera vez era parte de una cofradía que no planeaba segregarlo o expulsarlo.
Sus padres y hermanos se conformaban con verlo crecer lejano, con la resignada comprensión de que su felicidad no tenía la misma geografía.
Con veintitantos años, Oscar marcaba el ritmo de los encuentros y partidas, con los viajes a Mendoza cada vez más espaciados. Así se amparaba del escrutinio de los otros, con su exagerado interés por sus acciones, mientras que el afecto de sus hermanos pequeños constituía la reserva por la cual el regreso se justificaba.
Florencia era uno de ellos y en sus siete años no había lugar para juicios o reproches para con su hermano mayor, sino el ejercicio de una ternura impregnada de precoz sabiduría. Lo quería y eso era suficiente para los dos.
Por eso fue difícil explicarle a la niña lo que había pasado con Oscar al otro lado de esas montañas de las que había oído hablar, pero no había cruzado nunca. Un accidente y silencio. Una carta con la determinación del dolor y años después, el antagonismo del mar que se lo había arrancado.
Cuando esos fragmentos de la vida de su hermano se unieron y entendió que no hubo accidente, que una noche eligió vestir su mejor traje y perderse, la pena enterró en su infancia el aguijón de su ardiente brutalidad.
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Las vidas que no fueron
Florencia creció con la obstinación de una memoria que escribió otras vidas para ese hermano que nunca volvió. Imaginaba su silenciosa presencia entre los amigos que eligió y lo eligieron, pensaba en las noches que caminó las calles de Santiago, los amores que consiguió y los que le fueron negados.
En todos esos recuerdos -porque recordar es un ejercicio intencionado, no siempre veraz- Oscar era parte de un mundo único, incapaz de ser replicado o imitado. Y siempre lo veía feliz, porque quería que así fuera.
Ella tuvo hijos y alguna vez los llevó al mar. Era diferente al que se lo llevó, pero el quiebre inestable de esas olas, ese arrullo de la muerte le inquietaba la sangre y la obligaba a alejarse. La naturaleza, implacable, no admite enemigos.
El regreso
Al principio pensó que esos sonidos eran parte de la rebeldía de sus hijos a dormirse temprano. Cuando los niños estaban en su cama, Florencia aprovechaba para terminar de ordenar la cocina y disfrutar un momento para sí misma, leyendo un libro o mirando televisión.
Casi imperceptibles al inicio, le costaba determinar de qué lugar de la casa provenían esos ruidos, pero no tardó en identificar que algo extraño pasaba en su propia habitación.
Con la reiteración de sonidos y desconcierto, Florencia comenzó a preocuparse. Había algo en esa insistencia que la inquietaba y lo que era peor, sentía que alguien rondaba su cama, incluso cuando dormía. Se recriminaba tener esos pensamientos, pero había una correspondencia directa entre esos ruidos y un terror inexplicable, sin razón ni origen.
Esa noche en particular, el insomnio le ganó la partida y con ello su único objetivo, en el desvelo del miedo, era controlar lo que sucedía a su alrededor, cuando la casa apenas se agitaba con la respiración tranquila de los niños en el sueño, en la habitación contigua. Entonces registró la génesis de sus temores y sin lugar a dudas identificó el sonido de unos pasos, delicados, como si alguien se acercase con cierto temor. Florencia siguió el derrotero del intruso con una atención exacerbada.
Los pasos rodeaban su cama, cercándola y algo delató a su dueño. Era el eco de unos pies descalzos y mojados, con el sonido inconfundible del crepitar cristalino del agua en el piso de la habitación. Florencia supo entonces que Oscar había regresado.
Pasos de sal
Sabía que era él, con sus pasos de mar y el oleaje inestable de su recorrido alrededor de la habitación. No podía verlo, pero tenía la certeza de que había regresado, que las aguas se lo habían devuelto y aceptó con melancolía su presencia.
Le hablaba en susurros, en medio de la oscuridad donde sólo estaba ella y el reaparecido, pero nunca había respuesta. Solamente las pisadas de sal que llegaban o se alejaban.
Tuvo miedo de pensar por qué había regresado, después de tantos años y sintió la necesidad de lanzar una advertencia:
-Oscar, sé que sos vos y que me has querido mucho. Si has vuelto para mi bien, espero que sigas visitándome y si no es así, no vuelvas nunca más.
Los pasos de agua se alejaron y el mar se lo llevó, una vez más, para siempre.
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Los desconocidos
Parte del mar, no había maldad en su naturaleza y en su regreso. Sin la tiranía del tiempo, sin la amenaza de la vida, la oscuridad de su bóveda mortal era extensa, eterna, inconmovible.
No había sufrimiento, sino un letargo de sueño incompleto que terminó por llevarlo hacia ella, con la naturalidad con la que una mariposa se acerca a la luz. Ella, con su resplandor sin juicios ni reproches lo empujó al regreso.
Volvió para llevársela, para eternizar esa ternura que lamentó perder en su último aliento. No había maldad, solamente el intento de remediar el dolor de su exilio en la compañía de esa niña que una vez lo amó.
La cercanía no trajo el encuentro, marcados por la vida y por la muerte. Fue el adiós de dos desconocidos.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.