Tampoco recordaba a su padre, que al formar una nueva familia no dudó en dejarlo en la entonces llamada Casa Cuna –un orfanato, como le decían antes- donde aprendió, con el acompañamiento de las Hermanas de Nuestra Señora del Rosario que allí lo cuidaban, la misericordia y la ira de Dios. El tiempo lo haría pendular entre la virtud y la emoción. Una de ellas se impondría en su alma con el peso de una sentencia.
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La medida de la esperanza
Los niños que crecían como él, bajo el amparo del Estado en diferentes hogares, tenían una pulsión natural que iban perdiendo con el transcurrir de los años: esperaban. Miraban los senderos por los cuales accedían las visitas y buscaban una cara conocida que les trajera golosinas, afecto y la promesa de que pronto estarían juntos.
En sus cabecitas, redondeaban los detalles de esas reuniones y muchos, con mayor o menor precisión, podían vivenciarlas en la realidad, aunque sólo fuesen un placebo que los ayudara a acortar el tiempo hasta el próximo encuentro, en ese mismo lugar.
Pero Sebastián no podía imaginar nada. No tenía en su memoria a las personas a las cuales encadenar su espera y simplemente miraba la llegada de los visitantes intentando discernir, entre los rostros extraños, si alguno se le parecía, si podía ser él, si se trataría de ella.
Al principio se ubicaba cerca de los caminos de acceso, pero luego ni siquiera se atrevía a asomarse a la felicidad ajena que retumbaba en los jardines. Había una pequeña legión que lo acompañaba en su desconsuelo. Todos tenían los ojos cansados de buscar las imágenes que nunca se materializaban, como si esos fantasmas huidizos ya no los reconocieran como hijos.
En esa cofradía de hermanos que el azar le impuso, encontró amigos para toda la vida y compañeros temporarios de alegrías e infortunios. Era estudioso y tranquilo, algo que sus maestros elogiaban y que le sirvió para sentar las bases de una personalidad que empezaba a vislumbrarse más allá de esas paredes compartidas. El estudio sería su primera revancha y su carácter apacible, su aprendizaje más valioso. Callar o irse en el momento correcto eran ofrendas de paz. Ya aprendería también el poder devastador de esas acciones.
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El regreso del padre pródigo
Unos pocos meses separaban a Sebastián de cumplir 18 años y apoderarse de su destino. Pero fue en ese lapso en que su padre apareció. El joven pudo ponerle rostro, facciones, voz, al fantasma que lo había rondado durante años y en el primer abrazo no hubo rencor.
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Era como la parábola del hijo pródigo, que al volver después de dilapidar la herencia de su padre, es recibido con alegría, porque “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido, y ha sido hallado”, como lo había leído en el Nuevo Testamento, bajo la atenta supervisión de las monjas.
El pródigo aquí era ese hombre, el que acreditaba ser su padre y le decía que en el próximo cumpleaños iba a estar allí para llevarlo a casa. Lloró y pidió perdón, con frases entrecortadas por la emoción e hizo tantas promesas, que el joven apenas podía recordar una parte de todo lo sucedido al día siguiente. Sintió misericordia por él, como Dios siente por sus criaturas, pero no por creerse superior, sino por el amor adormecido que había guardado, sin saberlo, en un espacio sin tiempo.
El padre cumplió. Estuvo allí para celebrar sus 18 años y se lo llevó a su hogar, la finca que tenía en San Martín, donde lo esperaba su madrastra y unos hermanos menores de los que tuvo que aprender su existencia y sus nombres al mismo tiempo.
Hectáreas de viñas rodeaban la vivienda familiar y pronto supo más de regar, podar, desmalezar y cosechar que de descansar en esa casa. Así fue un par de años, donde el velo del reencuentro cayó sin piedad. Si no se levantaba antes que su padre, éste lo arrancaba de la cama a golpes, le recriminaba la escasa comida que le daba y su día libre estaba reservado para cuidar a sus hermanos, mientras el matrimonio se iba a la ciudad para comprar víveres o divertirse.
Uno de esos días, le dijo al mayor de sus hermanos que había visto unos perros cimarrones cerca de la casa. Iba a ver si podía ahuyentarlos, pero que por ningún motivo ni él ni sus hermanitos se asomaran al exterior. Guardó en una bolsa sus pocas pertenencias y se fue para siempre. Fue un esclavo de ese hombre, sin paga y sin afecto. Y la misericordia que alguna vez le tuvo a su padre se la dejó como pago, como monedas envenenadas.
Noticias de desconocidos
De su madre sólo supo que los hombres y el alcohol la habían destruido. Alguien a veces le acercaba una dirección, una calle que la albergaba, pero él nunca dio ese paso. Esperaba que ella lo diera, aunque ya no creía en reencuentros ni en promesas. El hombre en que se había convertido se había parido en soledad.
Sebastián estudió y su profesión le dio un trabajo con el cual mantuvo a su propia familia con holgura. Fue un padre cariñoso, aunque a veces sobreprotector, pero no le importaba pecar por exceso. En cierta medida, lo prefería y lo elegía.
Su escritorio era austero y fuera de lo necesario para trabajar, sólo se había permitido tener una foto familiar, con las caritas sonrientes de sus hijos cuando eran pequeños y el rostro sereno de su esposa, detenidos en un momento que se adivinaba dichoso.
Esa tarde algo lo inquietaba. Esa sensación, similar a un presagio funesto que nos persigue. Primero le pareció que alguien entraba a su oficina, pero la puerta permanecía cerrada. Lo asaltó un manojo de recuerdos, donde las viñas, el agua y el hambre se confundían con el aire viciado de la habitación.
Abrió las ventanas. Respiró con impaciencia, como quien ha estado rodeado de humo y ahí sintió la fuerza de una mano que se aferraba a su hombro, como si una persona se estuviese ahogando y él fuese el único posible rescate. Giró la cabeza. No había nadie, no había alguien que fuese el dueño de esa mano o de esa sensación. Recién cuando volvió a sentarse, de frente a la puerta, el miedo cedió un poco.
Sonó el teléfono. Era un familiar de su padre que le rogaba que fuera a verlo. Estaba en el hospital y no hacía más que repetir su nombre. Llamaba a su hijo mayor, el único del que no había podido despedirse. La respuesta fue inmediata: “No”. Y colgó.
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Minutos más tarde el teléfono volvió a sonar para informarle que ese hombre, el que se negó a criarlo, el que lo abandonó, el que lo hizo esclavo, había muerto.
No era Dios. Pero sintió ira y se regocijó en ella.
La última caricia
La esposa de Sebastián había reparado su alma y parte de esa enmienda había sido conectarlo con algunos integrantes de su familia materna. Con sus tíos y primos pudo conformar un lazo con la excusa de la sangre en común, pero los habría elegido de cualquier modo. Ellos una sola vez mencionaron a su madre y les bastó ver su reacción para no hacerlo nunca más.
Esa noche en particular se quedó solo en casa. Los hijos ya tenían sus propios hogares y su esposa había salido a festejar el cumpleaños de una amiga, con lo cual luego de una cena frugal, se preparó a disfrutar de la lectura en la cama, en el amparo del silencio.
Estaba tan ensimismado en la historia de esas páginas, que cuando sintió que alguien le acariciaba el cabello pensó que no había advertido el regreso de su esposa. Pero no era ella.
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Su madre estaba recostaba a su lado, llorando desconsoladamente, mirándolo en silencio, el cuerpo tenso y pálido, la respiración agitada. Sebastián no gritó ni lloró, como en su nacimiento, pero corrió a la cocina, inmerso en el miedo de estar enloqueciendo, porque estaba despierto y ella, sin ninguna causa razonable, estaba allí.
Afuera la noche era una manta oscura que cobijaba a todos. Se preparó un café y llamó a su esposa. Necesitaba oír su voz para entender de nuevo la tranquilidad.
Ella atendió, con ese color en las palabras que anticipa una mala noticia. Su madre acababa de morir. Sus familiares eligieron a su pareja como emisaria porque todos sabían que para Sebastián incluso el nombre de esa mujer estaba prohibido, pero creían que tenía derecho a saberlo.
“Repitió tu nombre, hasta el final”, le dijo la esposa y él le agradeció haberle avisado.
Por alguna razón, recordó la última dirección donde decían que vivió su madre, esa extraña que nunca conocería. Fueron sus lágrimas las que vio, pero esa visión no sirvió para ahuyentar los hilos enmadejados y oscuros de su dolor.
Creció sin ellos, vivió su vida sin su protección y sin su amor. Era su venganza. De él sólo se llevaron su desprecio.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.