Cuentos de terror

Testimonios del más allá: Los caníbales

Mónica, oyente de Radio Nihuil, nos compartió la historia de tres hermanos que, a principios del siglo XX, sembraron el terror en el camino de la serpiente, el actual carril Mathus Hoyos

El tiempo, ese diligente artesano, arrasa con la misma falta de piedad paisajes y rostros. Lo que un día es parte de nuestro escenario cotidiano, con los años puede derivar en un ámbito extraño, aunque su primigenia naturaleza siga resistiendo.

El progreso, décadas mediante, hizo lo suyo al cambiar el camino de la serpiente o de la culebra, que de manera zigzagueante conectaba, en los primeros años del siglo XX, las lagunas de Guanacache con poblados más urbanos. Las 25 lagunas originales fueron traicionando sus rumbos naturales, en parte merced a los ardides de una naciente aristocracia, que desviaba esas aguas para vigorizar sus tierras. Entonces la sequía se extendió por el paisaje y la piel de la culebra se hizo barro y polvo. El carril Mathus Hoyos sólo conserva de esa época su ondulante transcurrir, ahora de asfalto.

En la infancia del siglo XX, ese era el corredor por el que distintos vendedores llevaban y traían sus mercancías, muchas de ellas para el consumo inmediato, como carnes, verduras o leche. Las arboledas, que de día eran techo y refugio del sol -a ciertas horas inclemente-, transmutaban en una bóveda oscura por las noches, donde las hojas de carolinos o eucaliptos se conjuraban para no dejar siquiera asomarse a las estrellas. Y en esa oscuridad, se tejió una de sus historias más siniestras.

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Las desapariciones

Imposible saber los nombres o las edades de quienes desaparecieron. La serpiente borraba sus huellas en el camino y las búsquedas eran dolorosas y apagadas. Algunos de estos vendedores recorrían los espacios que alternaban casas con baldíos para vender pan o frutas y cuando pasaban días sin tener noticias de ellos, sus familiares deambulaban por los mismos lugares para rescatar un indicio de su paradero, para encontrarlos y llevarlos de regreso a casa.

Si preguntaban durante el día, sólo recogían retazos de recuerdos: los rasgos salientes de su aspecto físico, su modo de relacionarse con sus clientes o lo que siempre les compraban. Pero nadie podía trazar la ruta exacta por la cual habían sido vistos por última vez.

De noche, sólo la extrema desesperación llevaba a los más intrépidos a indagar por sus seres queridos. Eran lugares reclamados por la delincuencia y era mejor no aventurarse a buscar respuestas, por si uno de esos hombres de mala reputación fuera el culpable de esas ausencias.

Entre ese temor y la falta de certezas de lo que realmente les había sucedido, empezó a correr de boca en boca el rumor de que el atardecer debía encontrarlos lejos de esas arboledas, por si las tinieblas eran las responsables de llevarse a los suyos a un destierro involuntario. Y los desterrados crecían en número.

El miedo se fue contagiando entre los vecinos como un virus incurable y compartían relatos, habladurías y lo peor de todo, la sensación de que alguno de ellos podría ser el próximo. Y entre los vientos huracanados de palabras y temores, un lugar aparecía como una constante: la vieja casona de los tres hermanos.

Aislados

En medio de baldíos, conquistando una esquina amplia, se erguía desafiante esta casa, de muros grisáceos y ladrillos de adobe que se asomaban en la descascarada fachada. Las ventanas que daban a la calle permanecían siempre cerradas y el hogar no compartía sonidos que asimilar a personas o aromas que delatasen el almuerzo que disfrutarían sus moradores.

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Muy pocas veces los hermanos (una mujer y dos hombres) se dejaban ver en los alrededores de la casona y siempre aparentaban tener una prisa innecesaria para refugiarse detrás de sus muros. En ocasiones, los tres se paraban en el frente de la casa, como si disfrutaran del aire fresco, arremolinados cerca de la puerta de entrada como agonizantes moscardones. Si alguien se acercaba, emprendían una carrera exagerada hacia el interior de la vivienda y cerraban la puerta con un estruendo que parecía sellar la salida para siempre.

Sus rostros eran inexpresivos y añosos, con arrugas que atravesaban sus frentes como surcos estériles. Esas máscaras entraban en abierta contradicción con sus cuerpos ligeros y fuertes, lo cual les confería una cierta ferocidad. Casi no hablaban con nadie, a excepción de los vendedores ambulantes, que los tenían por muy buenos clientes.

Esos tres, desprovistos de palabras, empezaron a ser acechados por una verborragia de miedo, que entre susurros desperdigaba entre las casas aisladas que ellos eran los últimos que habían visto con vida a la mayoría de los que desaparecieron.

Carromato abandonado

Una mañana, en el medio de la transitada huella de la serpiente, a los vecinos se les arrebató la tranquilidad de golpe, cuando vieron que el carro del lechero, un hombre muy querido por la comunidad, estaba abandonado frente a la casona de los tres hermanos.

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Mientras el lugar se convertía en el epicentro circunstancial de los chismes, hombres y mujeres comenzaron a preguntar si alguien lo había visto, con un hilo de angustia en la voz, pero a medida que las horas pasaban, la furia se hizo sentir en las voces y los rostros.

Sin siquiera ponerse de acuerdo y sólo con la suma de sus sospechas, empezaron a golpear las ventanas y la puerta de entrada de la casona de la esquina, que al caer la tarde permanecía ensimismada en su encierro.

Un enfurecido y pequeño grupo alternaba el nombre de los hermanos con el del nuevo desaparecido, para que cualquiera de ellos se hiciera presente. Fue el mayor de los ancianos quien abrió la puerta y le bastó solo un grito para sellar el bullicio.

Les recriminó el escándalo y la falta de reconocimiento hacia los actos de humanidad que él y sus hermanos llevaban adelante en esa comunidad que se quejaba, sin acción alguna, de las desapariciones. Les dijo que más de una vez, al ver a algunos hombres o mujeres que andaban en las horas del peligro cerca de su casa, les ofrecían pasar la noche en la seguridad de su hogar o al menos permanecer allí hasta que el sol decretase el fin del miedo.

Aclaró que en la jornada anterior habían visto al lechero -un hombre que estaba al tanto de los funestos rumores-, al cual los pedidos del día lo habían empujado a permanecer donde no debía en las horas más temidas.

El hermano mayor les recriminó que muchos vieron la desesperación del vendedor, pero que solamente ellos lo invitaron a compartir la cena en su hogar, algo que el hombre desesperado aceptó, aunque declinó la invitación de quedarse en la casa esa noche para dormir en su carromato, que había dejado frente a la hospitalaria vivienda. De allí en más no fue su responsabilidad –aclaró-, aunque compartía la preocupación de todos.

Los vecinos, que a esa altura ya daban por ciertas las peores especulaciones, reanudaron los gritos y la Policía no tardó en llegar. Los habitantes de la casona franquearon, amables, la puerta a la autoridad, no sin mirar de soslayo a los indignados que seguían empeñados en arruinarles la jornada.

En el interior, una penumbra maliciosa dominaba las habitaciones y la falta de ventilación de los ambientes infectaba de un olor desagradable los espacios. A pesar del aire y la luz escasos, las distintas dependencias que fueron recorriendo los policías -previa autorización de sus propietarios-, se veían limpias y ordenadas, con una pulcritud casi excesiva.

Los hermanos los acompañaban en ese paseo obligado, como tres fantasmas silentes, arrastrando las piernas y moviéndose con aparatosa dificultad.

La cocina era una dependencia amplia, en el medio de la cual había una mesa enorme a la que le sobraba espacio para las tres sillas. Al acercarse a una de las mesadas uno de los agentes vio, pequeña y brillante, una gota roja, insolente y solitaria, rebelde en medio del orden perfecto.

La señaló y preguntó: “¿Es sangre?”.

La mujer corrió a su lado, con una rapidez que no se condecía con la imagen de doliente anciana que habían visto hacía instantes, colocó su dedo índice en la gota y se lo llevó a la boca.

“Cenamos carne, nos gusta apenas cocida”, respondió con una naturalidad que llenó de asco y sorpresa a los uniformados.

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Terminaron el recorrido en el jardín enorme, una geografía de plantas y flores que no parecía pertenecer a sus moradores, por la vitalidad de los verdes y colores desbordantes. Al final, el pozo séptico estaba tapado como correspondía y los policías fueron tentados por los dueños a revisarlo, invitación que no aceptaron por considerarla innecesaria. Y repugnante, por cierto.

No veían en esos ancianos, que sin dudas eran extraños, la fortaleza suficiente para cometer un crimen y mucho menos, ocultarlo.

La osadía de la luz

Cuando los uniformados salieron, los gritos pedían explicaciones. Y las dieron en base a la fragilidad de esos cuerpos envejecidos, algo que era completamente diferente a lo que los vecinos veían a diario. Para silenciar las suspicacias, explicaron también que habían revisado la propiedad y no había señal alguna de allí se hubiese cometido delito alguno, mucho menos el asesinato que estaban insinuando. Y se retiraron, con la satisfacción del deber cumplido.

Alguno de los servidores públicos al final sucumbió a la necesidad de ser el centro de atención y contó la extraña situación de la gota roja, que a esa altura ya era indudablemente sangre humana y a partir de allí los lugareños tuvieron una certeza: los habitantes de esa casona no sólo eran los responsables de las desapariciones, sino que eran asesinos de la peor calaña y la peor de las abominaciones: eran caníbales. Por eso nunca se encontraban los cuerpos y eso adquirió la categoría de una verdad absoluta.

Insistieron con sus teorías, aportaron datos y fechas que creyeron esenciales, pero nada hizo que la Policía los tuviera en cuenta y mucho menos que les diera a los hermanos la categoría de sospechosos.

Los lugareños estaban convencidos de su culpabilidad y en señal de que la razón estaba de su lado, construyeron un nicho en la puerta de la casa de los caníbales, para advertir a los viajeros que ese era el lugar que debían evitar a toda costa. Cada noche encendían velas por decenas y el titilar de sus llamas era celebrado por los justicieros, porque creían que las almas de las víctimas agradecían el piadoso acto. Para reafirmar esta creencia, decían que las noches de lluvia o viento, si las velas se apagaban, los gritos de los muertos perdidos se arrastrarían por todo el sendero de la serpiente, en un clamor lleno de ira y sin tiempo.

Por eso las velas debían permanecer en la ermita, sin concesiones ni excusas, porque así se respetaban los límites entre los vivos y los muertos.

El nicho ya no está en esa esquina, de la cual por prudencia no doy la ubicación exacta. Se borró esa frontera y los desaparecidos sin nombre no tienen luces que los recuerden. Si se escuchasen sus lamentos, no sería porque responden a una entidad siniestra. Simplemente quieren que volvamos a respetar el pacto que existía entre ellos y nosotros, que las luces de antaño vuelvan. Así sabrán que esa es la esquina por la que nunca debieron pasar.

La autora agradece especialmente al docente e historiador Gustavo Capone por su colaboración en este cuento.

Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.

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