Cuentos de terror

Testimonios del más allá: El talismán del diablo

Felisa, oyente de Radio Nihuil, nos contó esta historia que desde pequeña ha escuchado en su familia: la del pacto que su tío hizo con el diablo con el fin de tener buena fortuna

Lucas había escapado de la pobreza de su España natal y no estaba dispuesto a dejarse atrapar otra vez. Llegó a la Argentina en la década de 1940, cuando su país agonizaba atravesado por la dictadura impuesta por Francisco Franco. Su primer destino fue, obviamente, Buenos Aires, la única ciudad de la que había oído hablar antes. Él y sus hermanos trataron de adaptarse a las costumbres y trabajos de su nuevo destino, pero pronto supieron que no estaban hechos el uno para el otro.

Con su hermano Celestino sólo tenían el apellido en común, porque el resto sólo eran diferencias. De todas formas, Lucas aceptó su sugerencia de probar suerte en otra provincia, Mendoza, ya que ambos eran agricultores, como sus padres, en aquella otra vida que dejaron atrás en Europa.

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Tenían claro que querían probar con la vitivinicultura, porque las referencias decían que se trataba de una industria en crecimiento y no les costó nada empezar como jornaleros. Con el entusiasmo de los primeros años lograron comprar pequeñas fincas, que trabajaban sin descanso con el sueño de que sus esfuerzos se cristalizaran en mejores oportunidades para ellos y, en el caso de Celestino, para su esposa e hijos. Lucas nunca tuvo más familia que sus padres, hermanos y sobrinos.

Pero todos sabemos que trabajar con la naturaleza no significa que ella siempre otorgue sus favores. Los hermanos tuvieron un par de años donde la tierra parecía haberse ensañado con ellos, porque habían perdido todo semanas antes de concretar cosechas que se auguraban venturosas.

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Celestino tenía la resignación de sus creencias y de sus antepasados. Lucas tenía la rabia de las necesidades y el infortunio. Con sólo pensar que iba a tener que abonar la tierra con una esperanza que ya no tenía, la rebeldía le hacía tener en cuenta opciones que antes hubiera descartado por temerarias.

Estaba dispuesto a todo, menos en insistir en ese tipo de sacrificio, que ya había saboreado como inútil. Por eso cuando le hablaron de una mujer que se entendía con los designios del Maligno, sintió que debía responder a ese llamado del azar.

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Tardó dos días en llegar al campo donde vivía la mujer. El rancho era un conjunto de paredes mugrosas y un par de perros sarnosos apenas ladraron para dar aviso de su llegada. Mal augurio. Si ella tuviera el poder de convocar al diablo, seguramente no viviría como una indigente. Igual, ya estaba allí y al menos quería verle el rostro a esa mujer, a la cual precedía su siniestra reputación.

Ella salió y tampoco era lo que se imaginaba. De mediana edad, un mechón de canas se había dibujado en su cabello negro y todo en ella irradiaba una encantadora calidez. Otra razón para desconfiar. No sabía que el demonio se esconde en los mejores disfraces.

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Ella le preguntó su nombre y qué lo había llevado por allí. Le mintió un par de veces antes de revelarle su verdadero propósito. Algo en la mirada de la mujer cambió por completo. Juraría que los ojos, claros como las intenciones de los niños, se habían llenado de sombras. Recién ahí lo dejó entrar.

Sin que le preguntara, ella le respondió que nunca buscó fortuna en sus tratos con el Maligno. “Hay poderes mucho más interesantes y duraderos”, le dijo de entrada, antes de aclararle que igual, sus servicios no iban a ser baratos. No tenía que pagarle por adelantado. Tal era su confianza que recién cuando fuera un hombre rico -“es eso lo que quiere, verdad?”- podría pagarle. Y agregó con seriedad: “Sé que no se animará a estafarme”.

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El Señor de las Tentaciones seguramente iba a pedirle algo a cambio. Cada trato era diferente y los términos eran cambiantes. Ella había escuchado de cláusulas muy extrañas, por lo cual infería que su maldad se regodeaba en sus caprichos y en la humillación que éstos imponían al condenado. Porque la condena del alma era la única opción.

El procedimiento era sencillo: para el 24 de diciembre a las 12 de la noche en punto, debía estar en su finca y esperar junto a la higuera. Cuando viera estallar entre sus ramas una flor blanca, esa era la señal de que el convocado se estaba acercando.

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El día que todos celebraban la llegada del niño Jesús, él nacería a la oscuridad. El olor a flores muertas y carne corrompida anunció su llegada. No hay palabras para describir el horror de una figura que contiene todas las narraciones, todas las historias, todas las leyendas sobre su reino de tinieblas eternas.

Hizo su pedido y el diablo hizo su demanda: le entregó una pequeña pieza de acero, que debía alimentar cada día, sin excepción, con fragmentos de ese mismo material. Los objetos que serían su alimento tenían que ser encontrados, no podía pagar por ellos. A Lucas le pareció una condición muy conveniente, aunque peligrosa: no gastaría un centavo, pero tenía que contar con una cuota adicional de suerte cada día y si no la tenía, el Maligno vendría a reclamar su alma. Si alimentaba el pequeño objeto durante 200 años, se aseguraba vivir más que ningún otro hombre en el mundo.

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A Lucas el trato le pareció descabellado, pero bastante justo. Y aceptó. Colocó el objeto del trueque en su bolsillo y sintió, en medio de la noche, que ahora sí iba a tener todo lo que se le había negado. Y como un anticipo de su flamante vida, salió del campo con una sonrisa triunfante, para acercarse lentamente al pueblo donde nadie dormía, festejando la Navidad. Él también tenía motivos para celebrar un nacimiento, el suyo, como una persona nueva.

Los primeros días tuvo cierta preocupación de no encontrar el alimento impuesto por su ahora dueño, pero la tranquilidad llegó con rapidez porque las piezas aparecían, como en el camino de Hansel y Gretel, en forma de migajas metálicas que marcaban el sendero de su fortuna. Porque ciertamente, se hizo rápidamente rico y pudo hacerse no con uno, sino con varios campos en Las Catitas, Santa Rosa. Le parecía una paradoja llamarse Lucas, como el evangelista y vivir en un departamento con nombre de santa. El Maligno tenía mucho sentido del humor. Como Dios.

Con el correr de los meses, ya no eran migajas las piezas que servían de alimento, sino objetos de creciente tamaño. Para nutrir la pieza original debía aproximarla al acero encontrado y en pocos segundos, el talismán del diablo lo hacía parte de su estructura, devorándolo con un sonido de bestia salvaje hambrienta.

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Los alimentos que iba encontrando eran cada vez más grandes y varias veces al día. Todavía cabía en el bolsillo de su pantalón, pero el peso era notable y por eso en el pueblo comenzaron a ver que Lucas rengueaba. Sin preguntar, suponían que algún trabajo en el campo le había herido la pierna derecha y la lesión debía ser seria, por el dificultoso ritmo de su andar. Lo curioso es que al poco tiempo la renguera pasó a la pierna izquierda. Simplemente había cambiado el objeto maldito de bolsillo.

Cuando el peso de su trato se hizo evidente, cargó la pieza en una bolsa, que llevaba en su espalda. Nadie entendía por qué la llevaba, vacía, a todos lados. Es que sólo él podía ver la carga y sentirla, así como sólo él advertía en los caminos polvorientos el brillo del metal que lo llamaba.

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La espalda comenzó a ceder al peso y al dolor. En poco tiempo se había convertido en un bloque con aristas irregulares que además, le rasgaba la piel. En el pueblo les contó a todos de su trato, para que dejaran de mirarlo con lástima o burla y lo único que consiguió es que cuando lo veían pasar, las charlas se interrumpieran para mirarlo con conmiseración. Se podía sentir ese silencio cayendo sobre las personas, sellando sus bocas y alimentando sus prejuicios. Algunos decían que estaba loco y otros que el pacto era cierto. Y a la locura y al demonio se le temen.

Por las huellas de tierra observaban pasar a este insólito Atlas, sosteniendo todo peso del mundo sobre sus espaldas. Al menos de su mundo, que no por individual era menos pesado.

Lucas siempre había sido un hombre de fuerte contextura, forjado en trabajos arduos, pero el peso lo debilitaba cada día más. Podía jurar que mientras buscaba el alimento, escuchaba las pequeñas grietas que se abrían en sus huesos, con un ruido semejante a quebrar zarcillos secos con las manos.

Ya casi no dormía y si lograba hacerlo, se despertaba pensando que ese día no alimentaría más a su parásito de metal, no tendría las fuerzas para arrastrar sus piernas fuera de la casa y emprender la búsqueda. Pero el temor a la muerte le impedía detenerse demasiado en esos pensamientos.

Y así fue su vida durante algunos años en los que, pese a su fortuna, no había nada de regocijo en lo que había obtenido. Se dio cuenta que la parte del león nunca sería para él y una profunda pena le empezó a pesar por dentro. Ahora era un hombre envuelto entre dos fuerzas: una externa, que quebrantaba sus huesos y otra que comenzó a ser más temible, la que anidaba en su sangre. Y fue esa la que lo envenenó, derrotándolo.

Mientras caminaba junto al canal de La Dormida, sus labios empezaron a moverse, tratando de rescatar de su lejana infancia una plegaria. Creía que rezar lo ayudaría. La ayuda no sólo era tardía, sino imposible. Entonces, se dejó llevar por el arrullo del agua, que se adivinaba fresca y en un intento por borrar de sus miedos las llamas que lo esperaban, se lanzó al canal.

Lo velaron siete días y sus noches, para que su alma no fuera condenada eternamente. En el pueblo lo lloraron con tristeza sincera, porque creían que ese otro diablo, la locura, se lo había llevado. Pero mientras Lucas se hundía en las aguas turbulentas de la muerte, era el peso del acero el que lo arrastraba hacia el fondo. A final escuchó una voz que le gritaba en su cabeza y reverberaba en su sangre: “Bienvenido. Sabía que no tardarías en llegar”.

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Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.

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