Cuentos de terror

Testimonios del más allá: El miedo es un alimento oscuro

Héctor, oyente de Radio Nihuil, hace décadas fue testigo de una presencia siniestra que no ha podido olvidar. No fue el único y sólo volver a ese recuerdo lo hace revivir el terror

Héctor todavía vive en la casa centenaria, a cuatro cuadras del Hospital Español, donde sucedió todo. La compró cuatro décadas antes y las viviendas de ese entonces todavía guardaban el señorío y los materiales nobles con que fueron construidas a principios del siglo XX, con las habitaciones amplias que daban a una galería y ésta a un jardín poblado de árboles frutales; flores vistosas y fragantes.

Nada de ese esplendor había sobrevivido en la propiedad que Héctor adquirió, pero a pesar del deterioro que los años le habían provocado, fue llegar a ese lugar y sentir que le pertenecía.

No ignoraba que tenía mucho trabajo por delante para dejarla al menos habitable, pero en su mente nacían imágenes que daban cuenta de la potencial belleza que tenía el inmueble y no importaba cuánto esfuerzo le costara, quería que ese encanto se hiciera realidad.

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Era tanto lo que había por hacer, que tenía que establecer prioridades y por eso la seguridad fue primera en su lista. Una de las medianeras daba a un terreno baldío, ganado por los yuyos y los escombros. Era una pared baja y endeble, que no cumplía en absoluto en demarcar la propiedad o desalentar el ingreso de un intruso. Había que demolerla y ese fue el inicio de las faenas.

La pared cayó sin resistencia y Héctor vio brillar un objeto que rompía la monotonía terrosa de los ladrillos. Se acercó, lo sujetó con una mano y con la otra, con la precisión de un arqueólogo, le quitó los restos de polvo. Era una daga de plata, con una empuñadura blanca y un brillo particularmente intenso. Parecía orgullosa de haber sido descubierta.

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Protégenos del mal

Héctor quedó desconcertado con el hallazgo y empezó a investigar. ¿Qué había motivado al antiguo dueño a enterrar ese objeto tan valioso en la pared? La respuesta la encontró en el testimonio de varias personas, conocedoras de antiguas costumbres. Las dagas o cuchillos amurados se usaban para alejar los malos espíritus de una casa, eran objetos que, como talismanes, servían para mantener a salvo el hogar y a sus integrantes.

Al contrastar diferentes versiones, creyó que podía dar por cierta la razón de su misterioso hallazgo y decidió conservar la daga hasta el día de hoy, aunque no en un muro, sino en un cajón. Se declaraba escéptico a todo tipo de supersticiones, pero entendió que lo usual de esas prácticas animaba a otros a sentirse más seguros, a salvo de todo tipo de peligros. Para él, bastaba con ver cómo su hogar emergía del abandono para sentirse a salvo. Quizá estaba cometiendo un grave error.

En un principio, la vida se hizo más disfrutable en esa casa, que al abrir las ventanas dejaba entrar la frescura del jardín, tan repleto de silencios por las noches. De día, los árboles frutales se encargaban de seguir el ritmo de la naturaleza con sus flores y frutos; se adormecían en los ocres otoñales y se sumergían en los grises invernales, prestos a renacer.

El único rebelde parecía ser el parral, que crecía con pereza y daba unas uvas mezquinas y faltas de sabor. De todos modos, le dedicaban cuidados especiales para que se extendiera y les concediera esa sombra natural que deseaban para ese rincón del jardín.

Héctor recuerda que esa noche de febrero el calor los encontró sin sofocarlos. Él y su esposa vieron una película y el sueño llegó tan natural como el ciclo de sus árboles allá afuera.

Escucharon ladridos. Tenían dos perros ovejeros alemanes, guardianes, pero tranquilos, sobre todo a esas horas de la noche. Se sentaron en la cama, las pupilas tratando de adaptarse a la oscuridad y los oídos llenos de alertas, de sonidos, de crujidos que provenían del jardín.

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Los perros gemían y luego volvían a ladrar, con más fuerza aún si fuera posible. Héctor tenía un arma en el cajón de su mesa de luz y la cargó. Su esposa se estremeció al verlo reaccionar así, pero supo que había pensado lo mismo que ella: alguien había entrado a la casa.

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Él avanzó con el brazo derecho extendido, el arma apuntando hacia el suelo. Ella lo siguió. No quería quedarse sola en la casa y juntos, ante la inminencia de un peligro, salieron al jardín. Allí la vieron.

Sobre el parral rebelde, una sombra gigantesca los había detectado. En esa noche de luna llena, esa presencia había oscurecido una franja de cielo. Fue un instante, unos segundos en que los perros ladraban, ellos abrían los ojos y sellaban sus labios, reacciones preñadas de incredulidad y miedo. Sintieron que alguien les arrebataba algo del pecho.

Escucharon un crepitar de alas, como si cientos de pájaros se estrellaran entre ellos y allí la vieron en toda su terrorífica magnificencia. La criatura, emparentada en su tamaño con un gigante, se movía con rítmica suavidad, pero el ruido que provocaba era grotesco y se expandía en ecos infernales. Se elevó, sus alas negras como el miedo y los dejó abajo, llenos de incertidumbre y terror.

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Pacto de silencio

Acordaron no contarle a nadie lo que habían visto. No necesitaban las burlas ajenas para confirmar su certeza. Porque estaban seguros de que había pasado y nadie podría, por más racionalidad que argumentaran, contradecir lo que sus sentidos habían experimentado. No sabían qué era esa criatura, pero su existencia no estaba en duda.

Pasaron un par de años y el olvido fue haciendo su silenciosa tarea. Sus vecinos, Simón y Margarita, una pareja de ancianos a los que Héctor quería como si fueran sus padres, los invitaron a cenar. Nada fuera de lo común entre estos vecinos que habían establecido un vínculo más fuerte que el de la simple cercanía.

Y allí llegó la revelación. A Margarita y Simón les urgía contarles algo, pero no querían que los tomaran por locos. Hubo titubeos y frases cariñosas para alentar el relato y finalmente, lo que contaron fue algo conocido. Una noche de febrero habían visto surgir de la casa de Héctor una figura enorme, sombría, que se alejó volando con un crujir de alas que no podían arrancar de sus recuerdos. Margarita en su infancia había vivido en zonas montañosas y tuvo el privilegio de ver cóndores volar, en toda su grandeza. No podía ser uno de ellos, porque estaban en un centro urbano y porque además la criatura cuadruplicaba el tamaño de nuestro soberano de las alturas.

Los cuatro se unieron en esa evocación y ampliaron el pacto de silencio: no debían decírselo a nadie. Sólo los testigos de esa abominación podrían entenderlo.

Se acercan

No deberían haberlos vistos, pero se vuelven cada vez más osados. Dentro de los seres regidos por la oscuridad, son los más despreciados, son los carroñeros de las sombras.

En el inicio de los tiempos, eran tan pequeños que les resultaba sencillo pasar desapercibidos. Ahora, merced al alimento que se han procurado por siglos, su tamaño es colosal, pero han aprendido el arte de camuflarse entre las tinieblas, porque están hechos de la misma materia.

Se mimetizan en la oscuridad, donde permanecen en un estado de vigilia constante, cazadores inmortales de las miserias humanas. Son sombras y se alimentan de ellas, porque las tinieblas que infestan a los humanos los convocan. No reconocen el pecado como una categoría moral, es lo que ciertas acciones desatan en los seres humanos lo que los atrae. El odio que surge de un malentendido, el miedo de ser descubierto tras un robo, las ansias de matar a quien se amó, uno de sus más anhelados manjares.

Rondan las cárceles, a veces con poca fortuna, porque muchos de los peores asesinos o delincuentes son impenitentes, no sienten nada a pesar de haber causado los más terribles daños. Ellos necesitan que el dolor marque a sus presas, que sientan remordimiento, que la pena los aflija de tal forma que aún se reconozcan, en su caída, como seres humanos. Si la nada los ha cooptado, no les sirven.

A sus víctimas les drenan ese nutriente oscuro y el efecto no es la expiación. No significa que serán mejores una vez que ellos se lleven sus quebrantos. En algunos casos las miserias regresan, en otros, la posibilidad de redención o de alcanzar una humana comprensión, los salva.

Están por todas partes, esperando las señales que nosotros enviamos, pero no advertimos. Esperan sobre los edificios, los parques, los desiertos, los pueblos y las grandes ciudades. Buscan sus presas y como su tamaño ahora es descomunal, cada vez necesitan más comida y su necesidad los empuja a arriesgarse más. Por eso algunos han podido verlos.

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Estos carroñeros siempre han existido. Son una legión que se ha extendido como una plaga incorpórea, que no por pasar desapercibida deja de ser peligrosa.

Son muchos y están organizados. Cuentan con los saberes de siglos de vivir ocultos. Si deciden rebelarse, no podemos siquiera imaginar lo que podrían hacernos. Ni siquiera podríamos tenerles miedo: es ambrosía para ellos.

Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.

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