Cuentos de terror

Testimonios del más allá: dinero por sangre

Daniel, oyente de Radio Nihuil, nos contó lo que vivió una noche de invierno en un hospital pediátrico, donde la tragedia marcó a una familia, bajo la sombra de un siniestro pacto

“Era una noche tranquila” es una frase que, para la mayoría de nosotros, es sólo una mera descripción, pero cuando se pronuncia en la guardia de un hospital, a veces suele convertirse en una especie de conjuro, que anticipa el caos previo a la más imperiosa de las batallas, aquella en la que se lucha por salvar una vida.

Esas palabras, alguien las dijo en una noche de julio, en la década del '90 del siglo pasado, en la guardia del hospital Humberto Notti. Y era, en verdad una noche tranquila, pero cerca de las 22, la rutina se rasgó con el sonido de las ambulancias.

Tres camillas ingresaron, pasaron rápidamente por la guardia y de allí a terapia intensiva, seguidas por un grupo de médicos y enfermeras que iban organizándose, dándose órdenes, dividiendo los esfuerzos en tres para no perder a ninguno. Las puertas de terapia intensiva se cerraron tras ellos y del otro lado quedaron los padres. El accidente de tránsito que los había puesto en esta situación les era ajeno. Sus pequeños, que tenían entre cuatro y siete años, viajaban en el auto de un familiar y ahora, unas puertas alejaban a esa pareja de la urgencia que tenían por abrazarlos.

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Daniel fue testigo de lo que pasó esa noche, también para él imborrable. En ese momento trabajaba en el servicio de internación pediátrica y cuando escuchó la llegada de las ambulancias se acercó para ver si necesitaban ayuda extra, intuición que se vio reforzada cuando vio la magnitud de lo que estaba sucediendo.

Entró a terapia intensiva y se acercó a donde los profesionales de la salud estaban trabajando. La visión hasta hoy lo conmueve, porque más allá de las heridas y contusiones, la belleza de esos niños se destacaba sobre cualquier otro rastro de la tragedia. Eran hermosos, “como serían los ángeles”, recuerda Daniel de ese instante en que por encima de la muerte, la belleza era un arcángel triunfante.

Conocía a todos los que estaban trabajando allí y por eso una enfermera, al verlo, lo llamó para que se sumara a descomprimir parte de las tareas, porque tenían que triplicar sus esfuerzos y ninguna ayuda extra podía ser ignorada. Ella le pidió que llevase materiales para esterilizar y que trajera otros ya listos, lo más rápido posible. La última frase no era necesaria, Daniel sabía que cada segundo contaba en estas lides.

Con las manos cargadas, avanzó para empujar con el cuerpo una de las puertas vaivén dobles que cercaban la terapia intensiva. Por la otra puerta ingresó una monja, con su hábito negro, de manera casi intempestiva, lo cual tampoco era extraño, ya que los familiares podrían haber pedido su asistencia espiritual. Mientras ambos avanzaban en direcciones contrarias, los hombros se chocaron, Daniel giró la cabeza y le pidió disculpas. La religiosa, sin inmutarse, siguió su camino y las puertas se cerraron tras ella.

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Afuera los padres habían cambiado la desesperación por el enojo. Ella le decía que una monja había entrado a la sala y le gritaba a su esposo que fuera a buscarla, que la sacara de ahí, que no la dejara acercarse a sus hijos. Su temor era que viniese a bendecir a sus pequeños al borde de ese umbral que ella se negaba a reconocer. Sus hijos iban a estar bien. Los había criado fuertes, nunca se habían enfermado, más allá de una gripe pasajera. Esa monja no tenía nada que hacer allí, tenía que irse. El esposo en cambio, respondía a sus gritos con otros argumentos, dichos de igual manera imperativa. La presencia de la religiosa era una buena señal, seguramente sus plegarias ayudarían a sanar a sus hijos. Ninguno de los dos parecía entender las razones del otro.

Daniel recorrió ese laberinto de alegrías y pesares que son los pasillos de cualquier hospital, donde los de afuera pueden perderse. Daniel conocía perfectamente el mapa interno y llegó a su destino tan rápido como le fue posible. Luego de una espera que le pareció una eternidad, sin el hilo de Ariadna que lo ayudase a desandar sus pasos, avanzó con seguridad por el laberinto, con los brazos cargados con las armas con las que disponían para vencer a un monstruo más temible que el minotauro: la misma muerte.

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Cuando estaba a escasos metros de terapia intensiva, vio nuevamente a la religiosa. Se alejaba del lugar al que él estaba llegando y por eso la vio de espalda. Era la segunda vez que el rostro de la mujer no le era revelado. Por su postura, con los brazos despegados del torso, pensó que llevaba algo que apenas le inclinaba el cuerpo hacia adelante, pero que no debía ser demasiado pesado, ya que se alejaba a una velocidad anormal. Daniel puede jurar que se desplazaba tan rápido que sus pies no tocaban el suelo, simplemente se deslizaban como si el piso fuese hielo, porque ni siquiera el hábito tenía contacto con la superficie.

Daniel guarda esa imagen detenida en su memoria, con todos sus escalofriantes detalles, como una fotografía. En ese momento no pudo cuestionar o cuestionarse nada, porque los gritos se impusieron al silencio reinante y mientras Daniel corría hacia terapia, vio a los padres de los pequeños. Ella se había derrumbado contra la pared y gritaba, hasta que el grito se fragmentaba en la garganta y se transformaba en sollozos y lágrimas. Después los gritos recomenzaban, en una espiral de dolor infinito. No había nadie a su alrededor. Era como si ese sufrimiento impusiese a los demás amigos y familiares una distancia, un límite. La rodeaba un círculo de soledad, como la onda expansiva de una bomba infinitamente letal. El esposo también estaba a prudente distancia, pero no ensayaba ni una palabra de consuelo para esa mujer, que compartía la misma pérdida que él. Le gritaba furioso, con el rostro bañado en rojo y sudor: “¡No lo tendrías que haber hecho! ¡Ahora pagaste tu deuda!”.

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Imagen elaborada con Inteligencia Artificial: Gonzalo Ponce.

Imagen elaborada con Inteligencia Artificial: Gonzalo Ponce.

Daniel entró a terapia con la certeza de que alguno de los niños había muerto. El silencio que encontró era sobrecogedor. Médicos y enfermeros se miraban entre sí, con la misma desazón con que lo hacen cada vez que pierden la batalla, la última, esa en la cual no están llamados a ser vencedores. Pero esta vez las batallas perdidas fueron tres.

Una enfermera se acercó a recibir el material que Daniel traía en los brazos. Ella estaba en shock. No entendía lo que había pasado. Los niños habían sido estabilizados, a la espera del momento de poder seguir con los procedimientos necesarios para cada uno de ellos. Ella vio entrar a una monja, que pasó rápidamente a la sala donde estaban los pequeños. Se quedó junto a ellos y la enfermera pensó que los padres habrían solicitado su presencia. Nada anormal.

Cuando la religiosa abandonó el lugar, se desató el horror. Los tres chicos entraron en paro y a pesar de todos los esfuerzos, murieron a los pocos minutos, los tres al mismo tiempo. Esa sensación también quedó grabada en Daniel como una fotografía, porque no sólo de imágenes se alimenta nuestra memoria, sino de esas circunstancias inusuales donde el amor, la compasión, la ternura, el dolor o el miedo nos acarician. Él conserva de esa noche, la fotografía del terror.

Después de lo incomprensible, llegó la necesidad de una explicación. Daniel y algunos de sus compañeros intentaron saber qué había detrás de la tragedia y el hilo inicial –ahora en otro laberinto- estaba en los reproches del padre a su esposa, aún en el peor de los escenarios.

La primera revelación la construyeron entre los que alcanzaron a ver a la religiosa, cuya presencia era ferozmente resistida por la madre. Cayeron en cuenta que las monjas que hacían el voluntariado en el hospital no tenían hábitos negros, sino grises, con lo cual no había explicación para que ella estuviera allí. Además, nadie había podido verle el rostro, para así poder identificarla.

Con respecto a las palabras del padre, llevó meses reconstruir la historia, con conocidos de conocidos de amigos y, tal vez, algunos agregados de la propia cosecha de temores de los participantes.

Se decía que ella se había casado con un hombre de cierta fortuna, no por interés, porque había ciertamente amor en ese vínculo, pero la mujer no había curado del todo los estigmas que la extrema pobreza le había dejado desde la niñez, de la cual se negaba a hablar.

La prosperidad es una mujer infiel, que a veces queda prendada de uno y después lo abandona para favorecer a otro. Y eso fue lo que sucedió en este caso, porque el negocio que había sido exitoso y había alimentado a la familia, que ya tenía tres niños, se derrumbaba, sin que ningún esfuerzo pudiese impedirlo.

El hombre de la casa sumaba horas y horas de trabajo para sostener una estructura que parecía carcomida en los cimientos y a la hipoteca le siguió la sombra de perderlo todo, incluida la casa, el hogar de todos.

Ella no estaba dispuesta a volver a pasar hambre y jamás permitiría que sus hijos tuviesen esa experiencia. Recurrió, en sus horas desesperadas, a una mujer cuya fama la precedía, capaz de torcer el destino y obrar los milagros que el cliente necesitara, a un precio más allá de lo razonable.

La desesperada mujer pidió dinero prestado, vendió sus pocas joyas y el anillo de casada para pagarle. Antes fue advertida que lo que pedía sólo se podía hacer por medio de artes oscuras y que una vez iniciado el proceso, la entidad que otorgase el favor debía ser recompensada cada año, en la misma fecha, con el mismo ritual. Era un tributo que la encadenaba de por vida, al menos hasta que alguna de las dos muriera. Sólo la muerte la libraría de ese pago.

Ella aceptó y no se arrepintió de su decisión. En el primer año, los contratos empezaron a agolparse en el negocio, que conoció una prosperidad hasta ese momento desconocida. Allí donde los otros resignaban necesidades para llegar a fin de mes, ellos sumaban algunos lujos a su vida acomodada.

Por eso, sin dudarlo acudió al año siguiente a repetir el ritual, en la fecha exacta y sin protestar siquiera de que la facilitadora de sus milagros cada vez cobrara más por sus servicios. Valía la pena y cada centavo estaba bien gastado si se multiplicaba en miles. Y así por años.

En principio, el estatus social que había adquirido le hacía temer a la joven madre que alguien pudiera verla entrar en la casa de esa mujer de fama siniestra. Crecía su paranoia de que alguien la viera y se corriese el rumor de que visitaba brujas, de que a pesar de su riqueza seguía siendo tan ignorante como para creer en esas tontas fantasías.

Decidió no ir más. Ya había tenido bastante y no quería que la vincularan con esa clase de gente. Ignoró la cita anual y al día siguiente, la mujer que dominaba las artes oscuras se presentó en su casa. La atendió el esposo, quien no pudo ocultar su asombro al verla. Tenía un aspecto de anciana amable, de abuela de cuentos infantiles, pero infundía un temor que contradecía su imagen.

Su esposa se enfureció al verla. Le gritó que no tenía nada que hacer ahí, que era su casa. Que era una vieja ambiciosa, que lo único que le importaba era el dinero que año tras año le había sacado.

La mujer respondió a los gritos, con tranquilidad. Le aclaró que si el interés era el dinero, ella lo tenía de sobra y sabía perfectamente quién se lo había facilitado, pero sobre todo quería advertirle que aún estaba a tiempo de pagar su deuda. “Tenemos un par de días para arreglar esto”, le dijo. La dueña de casa se mantuvo firme: no le daría un centavo más. Ella le insistió de que el tributo no era negociable. Si no lo hacía, la oscuridad que habían convocado para favorecerla, encontraría el modo de cobrarle.

La mujer se rió. Le gritó que no le importaba si tenía que pagar con su alma con tal de que sus hijos no viviesen la pobreza. Estaba dispuesta. Y le cerró la puerta en la cara.

El marido exigió explicaciones, que también le dio a los gritos. Que era un iluso en pensar que la riqueza llegó por su trabajo. Fue ella quien tuvo que hacerse cargo de todo, como siempre y si el pacto que había roto tenía algún culpable, era ella. Estaba dispuesta a todo para asegurar el futuro de sus hijos, algo que él, en su inutilidad, no había podido.

El pacto se quebró. Fue de manera unilateral y de forma violenta. Ella creyó, con cierta ingenuidad, que si algo sucedía, si la oscuridad decidía obrar, vendría por ella. No entendió que las reglas son diferentes en esa región donde se alimentan de nuestra avaricia, de nuestras atrocidades, de nuestros miedos. Pensó que vendía su alma a cambio de riquezas. Pero el alma de las madres está en gran parte en sus hijos y allí fue donde fueron a cobrarle. No importaba si eran víctimas inocentes. No olviden que en esa región, los que hacen las reglas son ellos. Y nunca se olvidan de cobrarlas.

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Imagen elaborada con Inteligencia Artificial: Gonzalo Ponce.

Imagen elaborada con Inteligencia Artificial: Gonzalo Ponce.

*"Si nos querés contar una historia de terror que haya sucedido en Mendoza, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.

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