El secreto de Marcial fue su manera, literaria, de exorcizarlo. La novela de autoficción que le terminó valiendo el Premio Nadal 2025, un reconocimiento tan impactante en España que todavía estremece de emoción a un ducho partisano como nuestro entrevistado.
Y un consejo al lector: que llegue hasta el final. Los últimos tramos de la charla, cual breves monólogos, concentran toda la sabiduría existencial de este “Marcial”.
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Desde Buenos Aires, feliz hablando de literatura y amargado a tiempo completo con la política y el periodismo, Jorge continúa la serie de encuentros de estos años con La Conversación de Radio Nihuil.
-Hola, Jorge. Hacía tiempo que no hablábamos y es un gustazo renovar nuestro diálogo cada tanto, ¿no?
-Igualmente, Andrés, ¿cómo te va?
-Es muy especial El secreto de Marcial porque ahí están tu papá, tu mamá, otros personajes cercanos, pero, fundamentalmente, está Jorge Fernández Díaz en primerísima persona. ¿Te salió así espontáneamente o lo tenías planificado de antes?
-Este libro era muy difícil de planificar. No es una novela policial, no es una novela de espionaje; no tenía la carpintería de ese tipo de novelas, que son como otro deporte literario, digamos.
-¿Qué la distingue, entonces?
-Esta novela se fue un poco armando. Yo sabía que trataba sobre mi padre, pero que, inevitablemente, trataría también sobre mí en tanto y en cuanto era importante contarles cómo la mirada de mi padre me había formado y qué había formado en mi vida.
-Una novela de formación...
-Como en la vida de cualquier hijo, cualquier hijo es la obra del padre, ¿no? A veces de una manera indirecta, a veces de manera no tan clara. Pero si uno indaga profundamente, se da cuenta de que los padres son los grandes formadores de todo, de las cosas buenas y de las cosas malas.
-Queda muy a la vista en este itineario.
-Esta novela básicamente trata de cómo en la infancia, en la adolescencia, se nos graban en piedra las ideas que van a estar con nosotros toda la vida. Algunas de esas ideas nosotros intentamos borronearlas, limarlas a lo largo del tiempo, a veces con terapia, a veces con autoconciencia, pero es muy difícil.
-¿Por qué cuesta tanto?
-Porque no somos sólo lo que comemos, sino somos lo que vimos, lo que vimos en la televisión, lo que vimos en el cine, lo que vimos con nuestros padres, lo que vimos en los ojos de nuestros padres, lo que nos dijeron nuestros padres. Entonces ahí está todo, verdaderamente.
-Y lo que se ve, leyéndote, es que te quedaron muchas cuentas pendientes, sobre todo con tu viejo. ¿Te sirvió el libro para ir aclarándote a vos mismo también un montón de cosas? Es como una terapia frente al espejo, ¿no?
-No sé si fue una cosa a nivel de índole personal. Yo había hecho Mamá hace veintidós años ya. Entrevisté a mi madre cincuenta horas. Y después entrevisté a mi padre unas cinco o seis horas.
-Bastante menos...
-Él era mucho más hermético y tenía menos formas de contar su propia vida, por lo tanto, fue un solo capítulo de ese libro. Pero siempre me quedó la idea de que ese solo capítulo lo convertía en un personaje secundario de mi vida, de nuestra vida. Y la intriga es si había sido tan secundario como parecía.
-¿Y es bueno o es malo ocupar un segundo lugar, en este caso?
-Yo soy un gran admirador de los personajes secundarios del cine, porque me parece que muchas veces dan un sentido verdadero a las películas, más que los protagonistas en sí mismos.
-¿Y cómo se fue alimentando la intriga con el tiempo?
-Mi padre muere en 2005 y aparece un montón de gente en Chacarita que nosotros no conocíamos y que lloraba desconsoladamente como nosotros. Eso ya me recordó que un poco mi padre había vivido en los márgenes de la familia; no porque tuviera una doble vida ni nada, sino porque mi madre era una matriarca española; lo fue corriendo, lo fue desplazando y mi padre fue aceptando ese destino y vivía más en el Centro Asturiano y con sus amigos de la comunidad española que con nosotros. Entonces ahí empezaron las intrigas sobre mi padre.
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Jorge Fernández Díaz con el premio recibido en España.
-¿Cómo siguieron?
-Después, fui una vez a un restaurante en Palermo y se me acercó el patrón para decirme que él había sido presidente del club y que le había dado una misión secreta a mi padre. Era que todos los días, durante un año, tenía que salir a buscar a los viejos asturianos que se habían borrado durante la crisis del 2001 tratando de recuperarlos.
-Algo que tu padre hizo efectivamente, según contás.
-Mi padre salía caminando a buscarlos por toda la ciudad sin decirnos nada a nosotros. Entonces me empecé a preguntar cuántas vidas había en Marcial. Ese fue un fantasma, te diría un fantasma literario. Pero un fantasma que me empezó a perseguir: cómo escribir sobre Marcial, si debía escribir una novela sobre Marcial y por qué y cómo.
-¿Por qué cómo? ¿Qué dudas te presentaba?
-Porque, claro, una cosa es entrevistar a tu padre y a tu madre, tenerlos vivos; y otra cosa es que tu padre murió hace muchos años, que sus grandes amigos murieron y que se llevaron a la tumba muchas cosas secretas.
-¿Secretas?
-Nada de espionaje o de masonería o de cosas así. No van a encontrar nada en este libro de ese tipo. Es una persona común y corriente que vivió una vida a espaldas de la familia.
-"El fantasma de Marcial", como categoría, ya lo ponés expresamente en el principio mismo de la novela.
-Sí, porque mi madre fue mi gran interlocutora durante toda la vida. Ahora lo es mi mujer.
-Escribiste todo un libro sobre ella, pero recordanos nuevamente su impronta.
-Mi madre fue una persona muy importante con la que yo discutía de política, de periodismo, de la vida. Cuando ella murió, no quise hacer una nueva edición de Mamá para contar el final de Carmen, que sí se cuenta en esta novela.
-¿Por qué no quisiste en ese momento?
-Porque me pareció que Mamá ya estaba terminada como obra y que no debía perturbarla con la muerte también. Pero, bueno, murió de Alzheimer y yo me despedí de todas las maneras posibles. No tengo cuentas a saldar con mi madre. Se saldaron todas las cuentas. En cambio, con mi padre quedaban cosas sueltas, interrogantes.
-¿Interrogantes de qué tipo?
-Mi padre forma parte de esa generación de inmigrantes y también de argentinos a los que les costaba mucho comunicarse con sus hijos. Entonces siempre digo: madre hay una sola, pero cada padre es un enigma.
-¿De qué manera ese enigma se inmiscuyó en tu vida?
-Se me empezó a meter en los sueños. Soñaba con mi padre. A nivel personal fue interesante vivir con mi padre mientras escribía la novela. Y todavía no dejé de vivir con él. Eso fue reparador para mí.
-Hay una frase muy contundente sobre este asunto. Está en la página 160. Dice: "Mi madre había sido una mujer inolvidable y mi padre, un hombre olvidado". Ahí está condensado todo.
-(Sonríe) Y es así. Los primeros que lo olvidaron fueron los de su propia familia, porque vivía más con sus amigos que con nosotros.
-¿Cómo armaste la pesquisa sobre el fantasma?
-Siempre que iba a España, me encontraba con algún escritor o con algún periodista que me decía: tu padre es un gran personaje. Aquí no me lo decían tanto. Pero en España sí. Entonces siempre, al volver, decía: tengo que escribir sobre el Marcial. ¿Pero cómo escribir?
-¿Cómo se resolvió la indecisión?
-Hubo un momento en que ocurrió un pequeño milagro. Como yo escribo en el ABC de España, en la sección cultural, una vez por mes, hice un artículo sobre mi padre.
-¿En torno a qué tema?
-Resulta que nosotros vimos en la tele, en un televisor en blanco y negro, en Palermo Pobre, toda la época dorada de Hollywood del '40 y del '50, sin saber que estábamos viendo obras maestras y, de alguna manera, utilizando esas películas como nuestra ventana al mundo. Porque nosotros no conocíamos el mundo. Era una ventana impresionante.
-¿Cómo era esa atmósfera íntima?
-En casa hablábamos bable, el lenguaje que ahora casi no se habla en Asturias. Imaginate, estuve con Víctor Manuel en Madrid y él me dijo "mirá, ya no lo habla nadie allá".
-¿Y cómo era la experiencia de hablar una lengua medio desaparecida?
-Yo hablaba bable de chico cuando salía de la escuela en Buenos Aires. Los chicos se empezaron a burlar de cómo hablaba. Pasaron de burlarse a acosarme, después a pegarme.
-¿Y en tu casa cómo lo tomaban?
-Mi padre y mi madre, lo recuerdo como si fuera hoy, estaban con nosotros viendo ¡Qué verde era mi valle! por cuarta vez, no sé, porque veíamos muchas veces esas películas. Y como el chico de la historia volvía golpeado a casa, los hermanos le enseñaban boxeo. Entonces mi padre miró a mi madre y al día siguiente me compró un kimono. Me anotaron en una academia yudo y el bullying terminó para siempre en mi vida.
-Una lección de vida.
-Eso me fortaleció muchísimo. Por eso siempre digo que John Ford salvó mi vida.
-No es para menos. ¿Y eso te terminó inspirando para lo que tenías pendiente?
-En ese momento me responde José Luis Garci, el director de Asignatura pendiente, ganador de un Oscar y un gran erudito del cine en general. Me encuentro con él y me cuenta: "Bueno, mi padre me enseñó otras películas". Ahí me dije, claro, el único vínculo que había entre mi padre y yo, de verdad, durante años, fue ver juntos esas películas. Y ahí sí arrancó la novela. Ahí me di cuenta de cómo tenía que escribir la novela.
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Un Fernández Díaz íntimo, entrevistado por Andrés Gabrielli.
-Hablando con Santiago Roncagliolo hace poco, él hacía memoria sobre de los escritores que han escrito sobre sus padres, como Paul Auster, que vos citás en tu novela; también Philip Roth, Marcos Giralt Torrente en España, Renato Cisneros en Perú. Hay un rollo de varios de ustedes con los padres, ¿no?
-Es que es un enigma. El padre es un enigma. Siempre es un enigma pendiente. Y abocarse como detective familiar a comprender ese enigma, es siempre interesante. Yo creo que cuando uno cava en el jardín de la familia, no está buscando cosas antiguas. No es historia antigua, sino historia presente, palpitante.
-Y personal.
-Esta búsqueda de mi padre trata sobre mí, como trataría sobre cualquiera que se dedicara a buscar a su padre.
-Una búsqueda que te demandó varios años.
-Pasé por muchos estados. Empecé varias veces la novela, la dejé. Muchas veces dije esto no sirve. Pero finalmente fui encontrando la idea de que película y familia, película y realidad, eran más o menos lo mismo.
-¿Cómo la definirías?
-Técnicamente es una novela de autoficción, en el sentido de que yo, muchos mitos incomprobables de la familia, pero que persisten en nuestras sobremesas durante años, los convertí en ficción; y zurcí la ficción con la realidad, de un modo que nadie pudiera saber bien qué es una cosa y qué es otra.
-¿Cómo te han tomado este abordaje?
-Jesús Rodríguez, que también es hijo de asturianos, leyó junto con su hermano la novela y me dijo: "Mirá, lo único que creo que es de ficción es el bullying que te hicieron en el colegio". Justamente, la anécdota que te acabo de contar.
-¿Y qué le respondiste?
-Le dije que eso es absolutamente real. O sea, las cosas más extrañas sucedieron. La realidad es mucho más inverosímil que la ficción.
-Resulta curioso que, tratándose este libro de la educación sentimental de Jorge Fernández Díaz, el escritor reconocido, que encima viene a ganar nada menos que el premio Nadal, uno piensa, en la previa, que va a leer todos los autores y las obras que lo formaron a Jorge. Y sin embargo es tu canto de amor al cine.
-Sí. Yo aparté expresamente todo lo literario. La literatura me formó en otros sentidos también. Digamos, fue muy importante. Aunque te tengo que decir, para sorpresa de mucha gente, que para mí John Ford fue tan importante como Borges.
-Se nota. A la legua.
-También digo que Hitchcock fue tan importante como Scott Fitzgerald; que William Wyler y Billy Wilder, los dos, fueron tan importantes, no sé, como Chandler o como Joyce. Yo traté, además, de no hacer una novela cinéfila.
-Con cine, pero no cinéfila.
-Yo les cuento a los lectores que no se acuerdan de las películas de qué tratan, de una manera lo más amena posible, lo más sintética posible, para que no se queden afuera. Pero ese cine fue un momento único. Fue como el Siglo de Oro español. Un momento donde vivían, en Sunset Boulevard, a una cuadra de distancia, Hitchcock, Ford, Otto Preminger. Fue un momento muy único del cine. Después vinieron otros fenómenos.
-¿Qué te quedó, en definitiva, de esa etapa?
-Te enseñaba mucho. Vi doscientas películas. Tomé notas de cosas que recordaba de mi padre, para tratar de entender bien. Nunca dejé de verlas. Pero ahora, con más madurez e intencionalidad, descubro cosas realmente increíbles, además técnicas de narración maravillosas.
-Vos decís que no quisiste hacer un libro cinéfilo. Sin embargo, además de haber ganado el premio Nadal, te has recibido de guionista. Vas midiendo milimétricamente la trama hasta llegar al final con tu amigo Lorenzo, que desliza, entre otras cosas: "Uno sabe cuándo una mujer está enamorada de un hombre. Lo sabe por los ojos". Son ese tipo de frases que quedan para siempre, como en el cine.
-Pero es que eso es verdad (risas).
-Una verdad verdadera.
-Una verdad que uno va aprendiendo a lo largo de la vida, no sólo con el cine, sino con la vida en sí misma. Fue muy impresionante ganar el Nadal, porque yo siempre había sido jurado de premios.
-¿Cómo cuáles?
-El Alfaguara internacional. Fui tres veces jurado del Novela de Clarín. Entregué premios nacionales e internacionales elaborados en la Academia de Letras. También participé del Emecé. Pero nunca me había presentado yo a un premio.
-¿Y por qué este?
-Elegí el Nadal porque es el más longevo y el más prestigioso de España. Es tan prestigioso allí que es breaking news. Esto yo no lo sabía.
-Explicá, para los que no son periodistas, que signfica breaking news.
-Es cuando detienen los programas y dicen: "¡Último momento! El ganador del Nadal es"... En televisión abierta, en televisión de cable y en radios. Te tiran encima un enjambre de movileros. Mirá que estoy acostumbrado a la exposición, pero te digo que fueron cuarenta y ocho horas salvajes. Al día siguiente me conocían los taxistas de cara.
-¿Pero es más importante que el Cervantes o el Princesa de Asturias, entonces?
-Es más o menos así. Te diría que es más que el Princesa de Asturias. Al Cervantes lo tienen como un premio regional. Pero el Nadal es un premio español. Tuve casi un ataque de pánico, te digo, ¿eh?
-Y eso que sos canchero mediáticamente, como decías.
-Sí, pero fue fuertísimo. Además, fue muy fuerte la idea de que volviera mi padre a España. Mi padre, que tanto había desdeñado la literatura, que creía que era una forma de la vagancia, que yo quería ser vago. Y él volvía hecho una novela.
-Qué buena parábola.
-Un crítico muy importante de España me dijo ahora perteneces al linaje del Nadal y lo más interesante es que tu padre forma parte de la galería de los grandes personajes del Nadal.
-Nada menos. Una prestigiosa galería.
-El Nadal lo ganaron Delibes, Paco Umbral, Juanjo Millás, Vicent. Por eso es muy impresionante que mi padre esté ahí. Que mi padre, un mozo del bar de Canning y Córdoba, se haya convertido en un personaje literario es muy emocionante y muy reparador.
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"Que mi padre, un mozo del bar de Canning y Córdoba, se haya convertido en un personaje literario es muy emocionante y muy reparador", reflexiona Jorge.
-En otra entrevisté reciente hablamos con Xita Rubert, última ganadora del premio Herralde e hija del filósofo Xavier Rubert de Ventós. Y en su novela Los hechos de Key Biscayne desliza un párrafo que bien puede explicar la tuya: "Quizás la pregunta no es si los hijos llegan a conocer, algún día, a sus padres, sino si los padres llegan, algún día, a imaginarse lo que perciben y guardan para siempre sus hijos".
-(Sonríe) Está muy bien eso.
-¿Qué podría pensar Marcial al respecto? Verse reflejado en la opinión de su hijo de esta manera debe ser muy fuerte para cualquier padre, ¿no?
-Sí, sobre todo con las querellas que hemos tenido. Porque con mi padre no solo hubo un alejamiento, no solo le costó conectar emocionalmente conmigo, sino que hubo un momento de guerra. Cuando descubre que yo quiero ser escritor, me da anticipadamente por perdido, siente un tremendo dolor. Es natural, era un mozo. Nos había costado mucho salir de abajo, ¿eh? No fue fácil.
-Típica gente de laburo.
-Fuimos de los inmigrantes a los que más les costó. Otros hicieron negocios rápido, pero nosotros no. Y mi padre quería que yo fuera ingeniero, abogado, algo respetable, no un escritor y mucho menos un periodista de aquellos tiempos.
-Como todos los padres de aquella época, convengamos.
-Claro. Y además, ¿qué era ser escritor en aquellos tiempos? Morirte de hambre, en primera instancia. Segundo, estaba ese viejo periodismo, que es al que yo entré. Eran los principios de los ochenta. Todavía quedaban esas redacciones donde había tipos que hacían el cadáver de cada día y, al mismo tiempo, comían con vos y te explicaban La Divina Comedia en la sobremesa.
-Como tu personaje al que llamás Orson Welles. ¿Esa es la época de La Razón de Timerman?
-Sí.
-¿Y por qué no das el nombre verdadero de Orson y de otros personajes?
-A algunos nombres los oculto e, incluso, les desdibujo la personalidad para no dañar.
-Ahora bien, en El secreto de Marcial hablás de tu papá, de tu mamá, de tu hermana, de tus amigos, pero también hablás mucho de vos mismo. Y lo que uno nota es que hay dos Fernández Díaz. Cuando hacés de periodista y te metés en la política, estás embolado, enfurruñado, con mala onda. En cambio, cuando pasás a la literatura, al Premio Nadal, etcétera, sos otro tipo. Ahí se te nota feliz. ¿Puede ser?
-Yo sufro mucho con la política. Mucho. Yo sufro la Argentina. No me gustan cosas que están pasando, que pasaron. Me parece que es de una complejidad muy grande.
-¿Qué te preocupa en este contexto?
-Creo que el periodismo no está bien colocado en este momento y entonces cada vez es más complejo discriminar lo bueno de lo malo; digamos, discriminar para el público, que está muy atrincherado de uno y otro lado. Y eso a mí me parece muy dramático. Yo vivo muy dramáticamente la política.
-No es muy grato trabajar así.
-Lo que vos me decís es algo que discuto todos los días con mi mujer. Yo soy feliz cuando estoy narrando y soy desdichado cuando estoy lidiando con los argumentos de la política. ¿Por qué? Porque no me lo puedo tomar cínicamente. La literatura yo me la tomo como un juego. Si no es juego, no es literatura. Si no es lúdico, no es literatura. En cambio, no me puedo tomar deportivamente la política.
-¿Por qué eso?
-Porque yo sé que la política produce hechos graves y hay grandes cínicos. Y cuando digo grandes cínicos no sólo hablo de políticos, sino que hablo de periodistas, hablo de operadores de todo tipo. Yo no me puedo tomar en serio eso. No me puedo deportivamente eso. Lo tengo que tomar en serio y al tomármelo en serio me hace daño.
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Para Fernández Díaz el periodismo argentino no está bien colocado.
-Eso se entiende. Pero hay un momento de tu relato en que, luego de fracasar en tu matrimonio, empezás a vivir una relación torrencial con una tal Carolyn, hasta que ella te despide con una frase muy hollywoodense también: "No podemos vernos más, querido. Has visto demasiadas películas". Perfecto cierre de historia.
-(Sonríe).
-A partir de ahí, hay un renacimiento tuyo hacia algo más libre, más huérfano, más anárquico. Decís: "Más novelas y menos noticias, más ensayos y menos información, más calle y menos redacción". Si ya habías pegado la vuelta, ¿por qué seguís insistiendo en sufrir?
-Porque sigo conectado. Porque sigo escribiendo una columna los domingos en La Nación. Porque sigo hablando un poco de política. Porque me invitan a lo de Mirtha Legrand por el libro y terminamos hablando de Milei y discutiendo.
-Seguís atrapado en la telaraña.
-Yo di ochenta entrevistas en España. Ochenta. En ninguna hablé de política. Claro, en España soy un escritor. En Argentina soy un analista político que ganó un premio, en todo caso, o escribió libros, ¿no? Qué sé yo, son asuntos con los que hay que lidiar.
-Aun así, tuviste un clic en algún momento.
-Sí, eso me pasó cuando murió mi padre. Yo decidí cambiar. Y es un cambio que todavía continúa. Pero me siento más cerca del escritor hoy que del periodismo.
-¿De qué tipo de periodismo?
-La palabra periodismo hoy está cargada de unos conceptos que yo no comparto. Y es una palabra bellísima, porque yo creo que el periodismo puede aspirar al arte, que es un oficio muy noble. Sin embargo, hoy está copado, diríamos, por una vertiente que a mí no me interesa.
-Más allá del mensaje global del libro, da la impresión de que su corazón, su núcleo, está alrededor de la mitad, en el capítulo 4, "Las cenizas”. Ahí aflora por entero tu reflexión existencial. ¿Estás de acuerdo o no?
-¿Vos decís porque yo describo la personalidad que se formó alrededor de ser hijo de esos dos inmigrantes?
-Claro.
-Por lo tanto, sí, en el sentido de que yo confieso los problemas que eso trae, porque esa Argentina de inmigrantes es una Argentina crepuscular. La mayoría de esas personas están muriéndose. Tienen noventa años. Venían con una ética del progreso. Y el progreso bien entendido no se detiene nunca. Era muy prestigioso sufrir. Y entonces, como era prestigioso sufrir, era sospechoso ser feliz.
-¿Cómo se tradujo eso en tu caso?
-Mis padres me diseñaron para que yo fuera un escalador perpetuo. Era subir, subir... Voy a decir un chiste. A mi madre, si yo le hubiera dicho que gané el Nadal, ella me hubiera replicado: "Sí, pero ¿y el Nobel?”. Ella creía que siempre había algo más arriba.
-Un nunca acabar...
-Y, bueno, uno sigue subiendo. Pero la cima es como el horizonte: nunca se alcanza. Es decir, me diseñaron, nos diseñaron a muchos hijos y nietos de inmigrantes para progresar de manera incesante. Ese es un veneno, entre comillas, maravilloso que nos hizo progresar, pero no nos dieron el antídoto de descansar de vez en cuando en la saliente y mirar para abajo, de decir qué bien. Descansar es peligroso.
-Qué fuertes son esas marcas de fábrica…
-Después, otra de las cosas que me formó es que mi padre y mi madre creían que yo no debía confiar en nadie, que la vida era una jungla. Entonces, te convierten en un explorador de la selva que está siempre con una escopeta. Dormís con una escopeta al lado. Has visto personas, amigos, que se los han tragado la selva, las fieras, las arenas movedizas y entonces la vida siempre es peligrosa. Tenés que estar en estado de alerta.
-Una tensión asfixiante…
-Esas cosas que yo acabo de describir, que no me ponen orgulloso, francamente (sonríe), y que me da un poco de pudor contarlas, se armaron en mi casa.
-Apelando a las enseñanzas de uno de tus personajes de película, decís: "Había que saber vivir a fondo la vida, aunque mis padres no lo habían logrado y no supieron enseñarme el oficio".
-Sí, es la verdad.
-Y un poco más abajo, agregás: "Únicamente nos derrota la biología, que solo muy de vez en cuando es elegante y misericordiosa".
-(Sonríe) Es verdad, es verdad.
-Terminás el párrafo aludiendo al final de Carmina, tu mamá, diciendo: "Nadie lo merece; cualquier vida es una amarga victoria”. ¡Parecés Cioran!
-Lo que yo estaba contando ahí, además, es la muerte a la que aspiraba un poco mi madre y creo que es a lo que aspiramos todos. Uno aspira a irse de este mundo de manera elegante, ¿no? Como dice Arturo Pérez Reverte: “Camarero, ¿cuánto se adeuda aquí?”. Se paga y se va. Uno se va. Pero no. La vida no te da la oportunidad de esa elegancia.
-No es como en el cine.
-Amarga victoria es una película de Bette Davis, aparentemente una comedia. Pero en el medio de la comedia resulta que le descubren un cáncer y se lo operan. Parece que está todo bien, pero después se da cuenta de que va a morir. Ella se va volviendo ciega y poniendo en orden sus asuntos. Solo ella y nosotros, los espectadores, sabemos que va a morir. Y es muy conmovedor cómo se va despidiendo. Va tratando de arreglar que su mejor amiga se quede con su novio. Va arreglando todo, hasta que muere de manera elegante. Triste, pero elegante. Mi madre hubiera querido salir por esa puerta de la elegancia. Pero salió con un Alzheimer que la degradó completamente. Y, bueno, la vida, en general, no es eso, lamentablemente. No te da esas oportunidades.
-Vos concluís que, como niños, queremos que nos cuenten siempre el mismo cuento, esa aburrida insistencia con leve disfraz. Pero, al envejecer, eso ya no se soporta. Decís, entonces: “Hay, al fin y al cabo, cierta justicia en morir y por fin olvidarlo todo, porque ese empecinamiento se vuelve algo abominable. Se vuelve una pesadilla febril, y una fiesta de la mediocridad”. Son grandes momentos de tu libro, Jorge.
-Cada tanto viene alguien en la política, en el cine, en la vida y te dice "mirá esta historia. Es nueva, es relumbrante”. Y vos sabés, porque viviste demasiado, que esa historia viene empaquetada de manera distinta, pero que ya pasó. Entonces, cuando ves ya por cuarta vez una película a lo largo de la vida, que te la presentan como nueva y sabés que no tiene nada de nuevo y que es sopa recalentada, bueno, hay cierta justicia en retirarnos de la vida para no sufrir esa esa frustración.