—Me imagino que me habrás traído un vino —retrucó Francisco con picardía.
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Un vino de San Martín, los pagos del cura y obstetra Leonardo Di Carlo.
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El vino mendocino no había llegado en aquel entonces, pero la palabra había quedado flotando en el aire. Y el Papa, que parecía haberla olvidado, no solo la guardó, sino que seis años después se la recordó, en el momento justo.
Esa escena final se selló el año pasado, en octubre de 2024. Fue en el Vaticano, durante un encuentro íntimo con representantes de toda Latinoamérica, donde Francisco reunió a 20 personas —sacerdotes y laicos— para escuchar cómo se acompaña a las mujeres en situación de maternidad vulnerable.
Allí, el cura mendocino volvió a encontrarse con él. Y el Papa, al verlo, volvió también a su memoria:
—Vos sos médico, ¿no? Ginecólogo, si no me equivoco…
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Francisco, Di Carlo y un encuentro ameno y cálido en el Vaticano, año 2024.
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Así fue. Francisco recordó, como si el tiempo no hubiese pasado, que el Padre Leonardo, además de sacerdote, había hecho estudios en bioética y maternidad subrogada. Lo escuchó hablar sobre el vínculo entre el embrión y la madre gestante, y le respondió con sencillez, pero con profundidad:
—Es un fundamento muy bueno para defender la vida, sobre todo en la etapa de la gestación.
Entonces sí, un rato después, Di Carlo sacó de su bolso un vino Malbec de San Martín, Mendoza, lo miró con una sonrisa emocionada y le dijo:
—Ahora sí, Santo Padre, esta vez le traje el vino.
Francisco le agradeció el gesto. Había cumplido su promesa.
El fraternal vínculo entre el sacerdote-ginecólogo y el Papa Francisco
La historia, sin embargo, empieza todavía antes: en los años 2012 y 2013, cuando el joven Leonardo estudiaba su maestría en Ética Biomédica en Buenos Aires. Se alojaba en la casa del clero y dormía, sin saberlo, en la habitación contigua a la que el entonces cardenal Bergoglio había reservado para su jubilación, luego del cónclave.
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Una misa concelebrada en 2018. Allí está Leonardo Di Carlo junto al Papa concelebrando en el Vaticano.
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“Cuando vuelva del Vaticano, va a vivir acá”, le dijo un sacerdote en aquellos días.
Pero Bergoglio nunca volvió. Se quedó allá. Y el mundo lo conoció como Francisco.
La historia del médico mendocino que colgó el guardapolvo y se entregó a Dios
Leonardo Di Carlo es sacerdote de la parroquia San Pedro y San Pablo, en San Martín, Mendoza. Su humor bonachón y mirada serena contrastan con la intensidad de una vida que transitó por pasillos de hospitales y terminó en caminos de fe, vocación y entrega.
Nació en Rivadavia el 29 de septiembre de 1976 y creció entre libros escolares, sueños de ciencia y el olor a desinfectante que traía su madre Beatriz, instrumentadora quirúrgica. Admirándola, surgió en él una temprana inclinación por la Medicina, aunque con el tiempo descubriría que esa pasión era apenas una pieza del rompecabezas de su verdadera vocación.
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Varias anécdotas recordó el cura mendocino junto al Papa Francisco. "Ha dejado un gran recuerdo en mi vida", expresó a Diario UNO.
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“Leo” cursó la secundaria en una Escuela Técnica y se recibió de Maestro Mayor de Obras, con un proyecto final que, sin saberlo, era una señal de lo que vendría: diseñó un hospital. A los 18 años se mudó a Córdoba para estudiar Medicina en la Universidad Nacional. Seis años más tarde, con el título de médico en mano, eligió especializarse en Ginecología y Obstetricia, atraído por lo que él llama “el milagro de la vida, pero no desde lo religioso, sino desde lo científico”.
“Siempre me conmovió cómo se forma un bebé, cómo se desarrolla en el vientre materno. Era ayudante de cátedra en Histología, Embriología y Genética, una materia que amaba”, recuerda. Su formación fue brillante. En 2003 comenzó la residencia en el Hospital Materno Infantil de Córdoba, centro de referencia regional, y ya se perfilaba como un profesional prometedor, respetado por colegas y pacientes.
El inicio de la vocación sacerdotal
Pero mientras crecía su carrera médica, otra inquietud comenzaba a latir fuerte en su interior.
Durante sus años de estudio, Leonardo recorría hospitales públicos visitando a pacientes terminales y en extrema pobreza. Lo hacía por la noche, en silencio, sin flashes, sin redes sociales. Solo él y las miradas tristes de quienes esperaban algo más que un diagnóstico: una palabra, una compañía.
Un día, un médico colega le lanzó una frase que marcaría su destino: “Si querés ir más allá en lo espiritual, pensá en ser sacerdote”. Leonardo tenía entonces 23 años, una novia y el anhelo de formar una familia. Pero esas palabras le quedaron resonando. Comenzó a peregrinar por barrios periféricos de Córdoba, llevando la eucaristía a los enfermos y brindando consuelo donde más se necesitaba.
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El carisma de los dos protagonistas: el Papa Francisco y el sacerdote mendocino Leonardo Di Carlo.
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Fue en esos caminos que empezó a entender que sus dos vocaciones no competían, sino que se entrelazaban. “Sentía que la espiritualidad era esencial en la salud del ser humano. Lo veía en la mirada de cada enfermo”, afirma.
Leonardo volvió a Mendoza en 2003 e ingresó al Seminario Nuestra Señora del Rosario, en Guaymallén. El proceso fue largo: más de nueve años de formación, reflexión y discernimiento.
Durante ese tiempo, nunca dejó de lado su saber científico: se convirtió en el médico generalista del seminario. Atendía a sus compañeros, recibía recetarios y medicamentos de laboratorios y aprovechaba cada oportunidad para unir ciencia y fe.
Por fin, sacerdote
El 17 de marzo de 2012 fue ordenado sacerdote por el entonces obispo José María Arancibia. Desde entonces, asegura, no ha pasado un solo día sin sentirse pleno. “Elegí este camino con total convicción. Jamás me arrepentí”, afirma.
Desde 2016, está a cargo de la parroquia San Pedro y San Pablo en San Martín. Pero su vocación por enseñar también encontró espacio en la docencia.
Hijo de Beatriz y Raúl –fallecido–, Leonardo vivió la separación de sus padres a los 8 años. Fue criado junto a su hermano menor por sus abuelos maternos.
Aunque hoy no ejerce la Medicina formalmente, nunca dejó de atender desde el corazón. Oficia misas en escuelas, hospitales, barrios humildes, capillas olvidadas. “Siempre intento mirar con ojo clínico a quienes se acercan con un problema. La escucha también cura”, asegura.