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"Hostel Babel", uno de los cuentos ganadores del Certamen Literario Vendimia

Juan Bautista Correa ganó el Certamen Literario Vendimia 2023 con su libro de cuentos "Agogé". Compartimos un relato que muestra la potencia expresiva del autor

En los tiempos de mi primer viaje a París yo era más joven, más pobre, hambriento e ingenuo. Llegué en otoño a la ciudad más fría de Europa. En secreto, consideraba ese momento como el punto culminante de mi viaje, como la ciudad que más deseaba conocer y disfrutar.

Llegué a Gare de Bercy todavía de noche y esperé un rato antes de salir a enfrentar mi primera aurora helada a la orilla del río. Cargaba entonces con una mochila hippie de casi treinta kilos, el cansancio de un mes viajando solo y un hambre de día y medio. Con ese vértigo en la cabeza que provoca un estómago siempre vacío caminé varios kilómetros hasta mi hostel, a dos cuadras del Musée de Louvre.

Esa primera recorrida por Europa había sido un regalo de mis viejos por haberme recibido en la facultad de artes plásticas. Para cuando llegué ahí ya había conocido varias de las ciudades más hermosas del continente y probablemente del mundo, por lo que sabía lo que era llegar y conocer un lugar desde cero.

Todavía lo recuerdo como uno de los períodos más felices de mi vida, y también uno de los más afiebrados. Por esos días viví en una procesión de fascinaciones que se encimaban en forma implacable. No tenía tiempo para recuperarme de Van Gogh cuando me encontraba con Magritte, y después con Turner, y así de manera sucesiva.

Un tiempo antes del viaje había hecho bromas acerca de lo que se conoce como el síndrome de Stendhal, más conocido como Síndrome de Florencia. Es una condición anímica especial en la que uno entra cuando contempla demasiada belleza junta, como si se sintiera abrumado. A poco de haber empezado el viaje en Roma, mi primer destino, ya estaba irremediablemente enfermo.

Empecé a sentirme desbordado, como si la belleza eterna, simple y majestuosa de cada cosa que veía fuera un río que tenía que detener usando solo mi cuerpo. Era un paciente terminal del síndrome de Florencia incluso antes de haber llegado a esa ciudad, mi segundo destino. Tuve miedo de que esa exasperación me quitara la capacidad de asombro.

Pero París era París. Estaba ansioso por conocerla, tanto que olvidé mi cansancio por haber dormido solo tres horas. Era la mismísima Ciudad Luz la que me esperaba allá afuera, en su hálito de leyenda inexplorada.

La ciudad estaba a mi disposición, cada calle aparecía abierta para mí como un pasillo, como una invitación para dejar la coreografía de mis pasos impresos en cada vereda. Sentí esa libertad carente de vergüenzas de los vagabundos, a quienes todo lo que hay en las calles les pertenece de alguna forma.

En esos cinco días que pasé en la ciudad aproveché para recorrer todos los museos y galerías que pude. A algunos fui más de una vez, para estudiar de primera mano a los maestros y a las obras fundamentales de la pintura, y también las vanguardias más osadas. Pasé la mitad de mi tiempo dibujando: bocetos de lugares, esculturas, paisajes, edificios, pinturas. Y la otra mitad caminando de un lugar que dibujar a otro.

Pero esta no es una historia sobre mí, sobre mi pintura o sobre París. Ni siquiera es una historia sobre ella, cuyo nombre no estoy seguro de guardar.

En el hostel, como en todos los del mundo, había una especie de hermandad apátrida dónde todos eran compinches de la misma joda. Por precio y dinámica los hostels son para gente joven, a la que no le importa dormir en cuchetas con tal de tener más plata para gastar en cerveza.

Yo era un poco ajeno a esa lógica. En mi mente de artista de clase media había otras preocupaciones. Tenía 45 días para recorrer Europa y no iba a gastar las mañanas durmiendo por lo que hubiera tomado la noche anterior. Además, no tenía tanta plata como para esos derroches. Las pocas cervezas que tomé fueron en lugares donde su calidad es famosa.

También está el caso de que siempre he sido solitario con ascendiente en hosco. Ese viaje jamás había sido planteado para conocer gente. Consideraba una pérdida de tiempo charlar más que unas pocas palabras con compañeros de cuarto o de cocina, apenas lo necesario para funcionar, incluso abandonando a veces la cortesía.

Mi segunda mañana en París la conocí a ella. Con mucho de desfachatada y algo de perdida, vino a sentarse a mi mesa. Yo desayunaba solo, con la vista clavada en el mapa de la ciudad, donde escribía y tachaba mis objetivos para organizar el día.

La vi venir por el rincón del ojo y me asustó instintivamente. Siempre pasa cuando algo inesperado se nos acerca y estamos concentrados en otra cosa. Uno de los puntos flojos de viajar solo era tener que estar alerta todo el tiempo.

Me habían hablado mucho de robos piraña, carteristas y estafas callejeras y no contaba con nadie más que yo mismo para cuidarme. Cuando vi que era una chica me relajé un poco.

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"Algo en ella me había cautivado. Creo que fueron en partes iguales la intensidad en su mirada, su desfachatez y sobre todo su arrogancia de pretender que todo el mundo supiera su idioma imposible..."

Era rubia, ese tono de rubia tirando a ceniza. Usaba el pelo suelto sobre los hombros, tenía pómulos altos y la piel muy blanca. Había cierto achinamiento en sus ojos marrones. Era linda, sin llegar a hermosa.

—Wiesz jak dosta si do panteonu? —me preguntó.

Espero que mi cara no haya sido demasiado graciosa. No entendí una palabra, y dilaté mi respuesta por varios segundos. Ella no se rió, sino que me miró con intensidad, como esperando una respuesta.

—Sorry. I don’t understand —le dije.

Era mi mecanismo de defensa para cuando alguien me hablaba demasiado rápido o con demasiado acento. Hasta ese entonces había andado por países de Europa Central y del Este, donde mi inglés era inútil. También me había acostumbrado a decirlo en París, donde todos hablaban un francés arrogante y poco amistoso.

—e jeli, wiesz jak dosta si do panteonu?

—No entiendo lo que me decís —le dije, cayendo en el español sin querer—. Do you speak English?

—To jest bezuyteczne —dijo, y se levantó de la silla para irse.

No me avergüenza decir que le miré el culo mientras se iba. Es algo común a todos los hombres. Tenía puesto un jean ceñido de un celeste desvaído, zapatillas Converse negras y una remera sin mangas. Salió del comedor con paso firme, sin dirigirle la palabra a nadie más.

El breve encuentro me descolocó. Algo en ella me había cautivado. Creo que fueron en partes iguales la intensidad en su mirada, su desfachatez y sobre todo su arrogancia de pretender que todo el mundo supiera su idioma imposible.

Volví a concentrarme en lo mío, listo para olvidar ese encuentro fugaz. Pasé todo el día recorriendo el margen sur del Sena, donde hay paisajes y monumentos increíbles. Ese día visité Invalides, sorprendido de la majestuosidad de la tumba de Napoleón, quien murió exiliado, enfermo y solo, pero es reconocido tardíamente como digno de honores.

Al caer la noche fui al hostel. Había comido unos sandwiches a mitad de la tarde y no me sentía muy hambriento. Decidí darme una ducha y meterme a la cama a retocar algunos de los bocetos del día.

Bañarse en los hostels es complicado. Existe una mecánica de pasos repetidos y estrictos que se debe seguir. Hay que dejar todas las pertenencias en un locker bien cerrado por ese rato. Hay que entrar a los baños comunes mixtos vestido y con los elementos de la ducha. Recién una vez dentro del cubículo de la ducha, habiendo cerrado por dentro, uno se puede desvestir y empezar.

Para salir es lo mismo pero a la inversa. Esa noche, ni bien terminé, pretendí volver a mi cuarto. El pasillo estaba desierto. Caminé con mi toalla mojada bajo el brazo hasta la puerta de mi cuarto y saqué la llave del bolsillo para abrir. Entonces escuché una voz que me hablaba.

—To ty.

Me di vuelta y ahí estaba ella otra vez. Se había asomado por una puerta. Estaba descalza y con los brazos cruzados. Usaba un short deportivo negro muy corto y una remera rosada. Tenía el pelo atado. Algo en ella volvió a cautivarme.

Quizás fueron en partes iguales el sutil abandono con el que se apoyaba en el marco de la puerta, la posibilidad de ver más de su piel o la esperanzada sorpresa de que se acordara de mí.

—Te das cuenta que no te entiendo nada, ¿no? —le pregunté, con malicia.

No me respondió. Solo se descruzó de brazos y caminó los cinco pasos que nos separaban. Se paró frente a mí y me miró a los ojos, muy cerca. Casi podía sentir el calor de su respiración. Me puse nervioso, tanto que no alcancé a excitarme.

—Jeste sodki—me dijo, tan despacio y pausado que casi sonó dulce.

—¿No hablás inglés? Don’t you speak English? —le pregunté, de nuevo.

No me respondió, solo se dedicó a mirarme con una media sonrisa enigmática.

—¿Cómo te llamás? —le pregunté—. Name. What’s your name?

Siguió sin decir nada. Apenas torció un poco la cabeza. Al parecer le divertía la situación.

—Yo me llamo Marcos —dije, lento, como si hablara con Tarzán—. Marcos—repetí, tocándome el pecho—. Mark—agregué de inmediato. Era el nombre que usaba cuando tenía que hablar en inglés.

Entonces pronunció su nombre. O creo que pronunció su nombre. Fue un sonido corto, chocante, apenas más que una sílaba hecha de unos pocos sonidos. Se escuchó algo como «Ilk».

—Nie jest tego warte —dijo después de uno o dos segundos.

Se dio vuelta. Con desencanto la vi alejarse, aprovechando para mirarle de nuevo el culo. Entró por la puerta de su cuarto y cerró sin mirar atrás.

Otra vez me quedé pensando, o intentando pensar. Esa piba hablando un idioma inentendible, atrevida, molesta, arisca e impredecible, estaba empezando a meterse en mi cabeza.

Repetí el sonido que había entendido como su nombre. Sonaba raro en mi garganta, acostumbrada a las palabras menos chocantes del castellano.

Un tiempo después, al volver del viaje, busqué posibles nombres polacos, suponiendo que era polaca, cosa que nunca confirmé del todo. Bien podría haber sido noruega o húngara. A mis oídos todos esos idiomas sonaban iguales.

Hay dos opciones. La primera es que dijo «Elka», que es el equivalente a «Elsa». La otra es que dijo «Alka», diminutivo de «Alicia», que por alguna coincidencia lingüística se escribe igual que en español, aunque se pronuncia distinto. Nunca lo supe, nunca voy a poder confirmarlo. Hay miles de Elkas y Alicias solo en Cracovia, por lo que pude averiguar.

No volví a verla hasta la siguiente noche. Esta vez era ella la que iba camino al baño, mientras yo volvía después de una larga caminata al norte de Montmartre. Yo estaba abriendo la puerta de mi cuarto cuando la vi salir del suyo.

Estaba con el mismo look que la noche anterior, seguramente su pijama. Había sumado unas ojotas y llevaba bajo el brazo el habitual kit de ducha de los hostels envuelto en una toalla.

Apenas la vi desvié la mirada e intenté hacerme el tonto. Quería parecer desinteresado para que dejara de jugar con mi interés. Pero ella, en vez de seguir rumbo al baño mixto, se paró justo al lado de mi puerta, con una mano en la cintura, mirándome fijo.

A pesar del temblor en mis manos logré abrir la puerta, mostrando el interior del cuarto vacío. Recién entonces la miré, pero no alcancé a decirle nada antes de que se me acercara y me besara. Eso me tomó más desprevenido que nada.

Alguien me dijo una vez que las dos cosas más difíciles de narrar son la muerte y el sexo, y que nunca intentara hacerlo.

Narrar el sexo me parece repugnante. No por caballerosidad o feminismo, sino porque no existe forma de contar linealmente algo que no lo es. Si bien el sexo, el acto mecánico del sexo está fijado y desarrollado en el tiempo, no se puede narrar su acción de repeticiones y resbalones.

Nadie que haya tenido sexo tiene idea de cómo es que el tiempo se escurre de la manera en que lo hace. El sexo puede tomar diez minutos o media hora. Ni hablar de esas maratones de placer que deshacen un día entero en hilachas.

Y, por supuesto, tampoco se puede narrar en el tiempo la progresión desordenada y estruendosa de un orgasmo. Por todo eso es que no voy a intentar contar nuestro sexo.

Solo voy a decir que nos dejamos caer en el cuarto como pudimos, besándonos y sin dejar de tocarnos. Nos desvestimos con manos temblorosas, y lo hicimos incómodos en la cucheta, de a momentos también en el piso.

Lo que me quedan de ella son ciertas sonrisas pícaras, la textura hiriente de sus uñas en mi espalda y cierto reborde filoso en el fondo de sus gemidos.

Dijo palabras que no comprendí. Para un latino cualquier palabra en esos idiomas nórdicos, germanos o eslavos, suena con dureza, incluso con agresividad. Pero en sus susurros, en ese contexto, tenían la inesperada dulzura de lo secreto.

Eso me hizo pensar, durante y después del sexo, en ese misterio. Los dos no podíamos entendernos con palabras. Era como una barrera en la piel de cada uno que no íbamos a poder franquear nunca.

Detrás de sus ojos ella pensaba en polaco, o noruego, o albanés, o lo que fuera. Yo pensaba en español, quizás en inglés. En ese tiempo, de tanto usarlo, había llegado incluso a soñar en ese idioma. El sexo servía como puente, para salvar esa imposibilidad. Era un idioma universal que no estaba hecho de palabras, que se hablaba con los labios, con la piel.

Justo hacia el final, ya habiendo terminado, pero sin salirme de ella, me clavó una de esas miradas del fin del mundo. Esas miradas sensuales, intensas, que dejan todo por decir y al mismo tiempo lo dicen a gritos.

Ninguno de los dos habló en ningún idioma. No tenía sentido romper con ese momento. Me hizo sentir extraño, inadecuado, desnudo de una forma más verdadera que la física.

Fue como si ya percibiera un futuro incierto, ese momento en el que alguien iba a pensar en mí por última vez en toda la eternidad, antes de ser olvidado por la arrolladora marea de los siglos.

Romance y epifanías aparte no voy a ser tan boludo como para decir que fue perfecto. No hay lugar donde se sientan tanto las inseguridades como en el sexo. Yo venía de andar caminando todo el día y me preocupaba de mis olores. Ella, que cuando nos encontramos iba camino a la ducha, imagino que también.

Después nos dormimos abrazados en mi cucheta, incómodos. Fue descuidado. Habíamos cerrado la puerta a tropezones, pero ni siquiera le habíamos puesto llave. Volví a tener consciencia de mí mismo un rato después. Sentí un movimiento de su parte y abrí los ojos antes de estar despierto.

Ella se estaba vistiendo, juntando sus cosas que habían rodado por el suelo. No dije nada, solo me aclaré la garganta. Ella se dio vuelta, algo sorprendida. Me sonrió con algo parecido a la dulzura y se arrodilló cerca de mí. Me puso una mano en la mejilla y me dio un beso que me desarmó entero.

—That was great—me dijo, antes de irse.

—It was—le respondí, con los ojos cerrados, adormilado, feliz.

En ese momento estaba tan dormido, tan envuelto por ese vacío profundo y elemental después del orgasmo, que no me di cuenta. Ella salió del cuarto tratando de no hacer ruido. Yo me di vuelta en la cama y volví a dormirme.

Cuando me desperté la luz había cambiado en el cuarto. Ya era la noche y tenía frío. Me vestí y traté de poner un poco de orden en el cuarto. Recién entonces, cuando recordé todo lo que había pasado, me vi sacudido por esa revelación. Ella siempre había sabido inglés. Me había tomado por tonto desde el principio.

Salí del cuarto apurado y crucé el pasillo. La puerta por donde ella se había asomado estaba cerrada. La golpeé rápido y con nerviosismo.

—Come in—dijo una voz desde adentro.

Abrí con cautela y me asomé. Solo había un pibe joven, morocho y con lentes. Estaba acostado en una de las camas superiores y me miraba con curiosidad.

—Excuse me. Is Ilk here? —dije, tratando de sonar parecido al sonido que ella había dicho como su nombre.

—Who?

—A blonde girl. Polish, I think.

—I checked in an hour ago and the room was empty. Sorry.

—Okay. Sorry. And thanks.

Cerré la puerta y me quedé en el pasillo, con la cara de tonto que ella sin duda esperaba que yo tuviera.

  • “Hostel Babel” es uno de los relatos que integran “Agogé”, libro ganador del Certamen Literario Vendimia 2023 en la categoría Cuento. Se puede adquirir a través de Mercado Libre.