Querido y lloroso niño:
Carta a los chicos que no entrarán a los colegios de la UNCuyo
El sábado, más de 2.000 estudiantes completaron el último examen para ingresar a colegios de la universidad. Esta nota está dedicada a los que rindieron mal
El sábado, más de 2.000 estudiantes completaron el último examen para ingresar a colegios de la universidad. Esta nota está dedicada a los que rindieron mal
Querido y lloroso niño:
Si te fue mal en el examen de ingreso a los colegios de la UNCuyo, me gustaría compartir con vos algunos párrafos sobre la época que transitás. Así que secate los mocos y atendé.
Estuve en esa encrucijada, muchacho. En mi memoria, la línea que separaba a los que estaban adentro y los que habían quedado afuera es roja, pero puede que haya sido verde o azul. Yo la recuerdo roja y tajante. Ahí acechaba entonces la hoja pegada a la pared, con los resultados de la evaluación y mi nombre entre otros muchos. Había pasado la prueba. Estaba del lado "bueno" de esa raya que partía la lista en dos como un hachazo del destino.
Ingresé al Colegio Universitario Central en 1993. Me dijeron que era un ámbito de excelencia y que había conquistado mi banco por mérito propio. Tengo que contarte un secretito antes de seguir: en cierta medida esto del mérito era verdad, pero en cierta medida no.
Ahora que miles de pibes como vos acaban de atravesar los dichosos exámenes de Lengua y Matemática -y acaso están angustiados por la calificación-, vale la pena apuntar un par de intuiciones que algunos de los que pasamos por esos colegios top no revelamos casi nunca porque no queremos armar bardo.
Pero bueno, si se tiene que armar que se arme. Allá vamos.
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Han transcurrido tres décadas y todavía, en las noches, a veces vuelve a mi cabeza uno de los problemas matemáticos que figuraban en aquella prueba de ingreso para entrar al colegio.
Era sobre un hombre obeso que tenía que pasar por la puerta de un ascensor; pero el diámetro de su panza se lo impedía. Entonces había que calcular cuántos kilos debía adelgazar esa persona, con su correspondiente efecto en el tamaño de la panza, para que sí cruzara por el marco del ascensor. Un quilombo.
Hoy pienso que la historia del gordo quedó rebotando en mi cráneo porque en el fondo su drama era parecido al nuestro, al de los chicos que estábamos ahí, ilusionados con aprobar.
También nosotros nos veíamos forzados a amoldarnos para caber por esa puerta de entrada que era el examen. Nadie pensaba en adaptarle la puerta al tipo, como tampoco parece haberse analizado en profundidad cómo adecuar las evaluaciones de ingreso a la realidad que vivíamos nosotros y mucho menos a la que soportan los pibes hoy, con un país donde 2 de cada 3 menores de 14 años es pobre y -según un informe publicado por Unicef Argentina en agosto- "cada día, un millón de niñas y niños se van a dormir sin cenar".
En ese contexto atroz, en Mendoza se naturaliza tomar un examen eliminatorio a chicos de 12. Y que no se malinterprete: nadie está aquí en contra del mérito. Al contrario, aguante la meritocracia. Para mí, Ayn Rand era planera. Pero, ¿las dimensiones del mérito pasan exclusivamente por el manejo que tenga un pibe de la Lengua y la Matemática? ¿Es imposible pensar en otras?
Yo sospecho que en ninguna parte del examen que te tomaron ayer figuran preguntas como estas:
Si pudiéramos hacerles esas preguntas a los pibes; si nuestra cauta, astuta y traidora mentecita de adultos nos lo permitiera sin morir de vergüenza en el camino, los resultados tras las correcciones -y el cotejo de los méritos- serían bien diferentes.
Generalmente eso no ocurre. Y entonces la instancia de examen funciona como eslabón legitimador de una desigualdad previa. Se añaden cursos niveladores, psicólogos que están ahí un par de horas, y al final entran los mejores promedios "porque se lo merecen".
No jodamos, entran los que ya estaban adentro desde antes. Se reviste con barniz de justicia lo que la mayoría de veces es simplemente contexto.
Sé que todo esto es muy abstracto y huele a perorata de viejo meado. Pero creéme, ya lo vas a ir entendiendo de forma muy concreta con los palos que da la vida, oh joven borrego.
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Volvamos a 1993. A poco de cursar, me percaté de que la mayoría de mis compañeros compartía otras características, además de haber pasado el filtro de aquellas pruebas tan exigentes. Mucho hijo de funcionario, mucho vecino del centro, muchas familias conocidas.
No era nuestra culpa, pero en los hechos encarnábamos la casta en versión kids.
Pasamos por un "bautismo" donde unos pibes más grandes nos tiraron aserrín y otras cosas ante la mirada risueña de los docentes. Me explicaron que en el colegio nos dividíamos entre huarpes y pehuenches. Yo era, sigo siendo, pehuenche, sin que eso influya mucho en mi existencia.
Otra bella mañana el vicedirector, el profesor March, nos hizo ir a su oficina a todos los que teníamos los primeros esbozos de barba. Sacó una afeitadora eléctrica -pregunta inquietante: ¿por qué llevaba una afeitadora a la escuela?-, nos hizo ponernos en círculo a su alrededor y nos empezó a afeitar uno por uno.
Y así fuimos madurando. Nos enseñaron también a tenerle pavor al HIV y al embarazo adolescente. A eso se le llamaba por entonces Educación Sexual. Aterrorizados, muchos de nosotros crecimos castrados.
Una profe de Biología, incluso, nos explicó que si practicabas sexo anal te podías morir de un paro cardíaco, cosa que debe ser mentira porque en mi promoción hubo varios que corrieron el riesgo de modo entusiasta y gozan de excelente salud.
Las chicas más lindas iban al CUC. "No te preocupes, si nos casamos te pongo a tres empleadas y nunca vas a tener que laburar", le insistía un compañero, hijo de juez, a una de las flacas para convencerla de que se enamorara de él.
Obvio que no todos eran así de nabos. Hubo cosas geniales. La concepción del estudiante como un ser humano integral -que se desplegaba sin miedo hacia las humanidades y las artes, pero también hacia las ciencias- nos dejó una formación clásica que agradezco todavía hoy.
Pero a no idealizar: en todos lados se cuecen habas.
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El otro día conversaba con una colega y ella sostenía, razonablemente, que era lógico hacer rendir un examen eliminatorio a chicos de 12 años "porque tienen que conocer cómo es el mundo".
Yo mastico mis dudas ¿Es vivir "dentro del mundo" asistir a una escuela que deja a tanta gente afuera? ¿No será que el mundo real está justamente más allá de esa burbuja en la que se meten los que sí entran a los colegios de la UNCuyo?
En aquellos lejanos '90s, había algo que ocurría siempre alrededor de cada 21 de septiembre y que a mí me hacía preguntarme estas cosas. De pronto empezaban a acercarse patotitas de colegios públicos de la provincia y la emprendían a piedrazos contra el frente del CUC. Nos refugiábamos detrás del portón gris que separaba el patio de la calle, sin entender de adónde salía tanta bronca. Y sonaban los peñascazos contra la chapa.
El tiempo me ayudó a comprender que a lo mejor nos detestaban porque notaban que la mayoría de nosotros venía de entornos privilegiados. Ese era el sentido de las piedras.
E imagino qué pasaría si al menos uno de los colegios de la universidad se dedicara justamente a lo contrario, a atender la educación de adolescentes con contextos de mierda, a los peores alumnos, a los más solos, a los más tristes. A los que comen salteado o tienen que cuidar a sus hermanitos. Sería un ejemplo de educación pública y un desafío pedagógico igual o mayor que el actual.
Y si eso no fuera posible, al menos se les debería dar la oportunidad, a los que rindieron mal como vos -¡oh, borrego!-, de relatar su historia cara a cara, mirando a los ojos de los examinadores. Por qué no puedo leer un libro, profe. Por qué me cuesta el problema del gordo que tiene que subir a un ascensor como esos a los que yo no he subido jamás.
Eso no alteraría nada, pero al menos les daría a los chicos la oportunidad de ser escuchados más allá de una calificación o un día de examen.
Recuerdo poco más. A medida que uno las visita, las evocaciones se pudren como fruta vieja, agridulces.
Mi curso nunca volvió a juntarse completo. Nos habremos hartado del narcisismo colectivo. Ojalá pudiéramos volver al primer día de clases, cuando todo era novedad. La primera vez que formamos fila, recién llegados de la infancia, buscando en las miradas un futuro compartido que al final no existió.
O remontarnos incluso antes, a cuando aún no habíamos revisado aquella lista pegada en una pared que ordenaba a los chicos y chicas de acuerdo al puntaje que hubieran obtenido en el examen de ingreso. En mi mente, como conté, la línea que separaba a los que estábamos adentro y los que quedaron afuera era roja.
Tal vez fuera de otro color, no sé. Lo seguro es que desde mis ojos de niño miré con desconfianza aquella división arbitraria que alguien trazó entre unos seres humanos y otros. Y nunca más dejé de verla. Ni en la calle, ni en el trabajo, ni en ninguna parte.
Que los dioses te libren de todo eso.