Tras la pandemia, la vida de las redacciones periodísticas volvió a ser el carrusel de siempre. Imagine el lector a unas treinta personas de distintas edades, cada una con sus mambos, trabajando bajo el mismo techo.
Tras la pandemia, la vida de las redacciones periodísticas volvió a ser el carrusel de siempre. Imagine el lector a unas treinta personas de distintas edades, cada una con sus mambos, trabajando bajo el mismo techo.
Algunas, escribiendo notas para el diario o boletines para la radio o las presentaciones para el canal; otras, dedicadas a las redes sociales; otras, hablando por teléfono en busca del dato preciso antes de salir al aire o de publicar: todas conviviendo, en ese trajín, por lo menos 7 horas cada mañana y otras tantas de tarde. Pulsaciones a mil, generalmente, para estar a tono con el vértigo de la comunicación digital todos los días y a toda hora.
Mate, café, las tortitas del bufet y los almuerzos son algo así como un oasis. O el motivo perfecto para la charla fuera de agenda. Como las pizzetas de los jueves que se vuelan.
Las redacciones son bullliciosas por naturaleza: se habla, se pide, se ofrece, se teclea. Hay gente que viene y que va. Sillas giratorias que desaparecen por arte de magia y aparecen de la misma forma. Se festejan cumpleaños y los resultados de las mediciones. También se discute y se toman decisiones de todo calibre. La vida misma.
Sin embargo, a veces, algunos acontecimientos que se convierten en noticias -nuestra materia prima- son como mazazo para el ánimo del plantel.
Ya puestos manos a la obra, en la redacción multimedia debimos cuerpear desde lo emocional contra la crudeza y la realidad de la información que nos llegaba y que buscábamos y encontrábamos acerca de los chicos del accidente frente a Palmares.
Silencio total, cada tanto quebrado por algún lamento o comentario contra el destino o vaya a saber qué cosa. Pero sin dejar de laburar. Y haciéndonos las mismas preguntas que seguramente ustedes, amigos lectores, se hicieron durante aquella mañana trágica.
Y también renegando contra la realidad a medida de que nos íbamos enterando que los chicos tenían 18 años, 17 años y 14 años, que dos eran hermanos e hijos únicos, y que todos iban a bordo de un auto regalado al conductor hace dos meses por haber alcanzado la mayoría de edad.
Podés creer que el chico que manejaba había sacado el carnet apenas un día antes, preguntó en voz alta para todos y para nadie la colega Soledad Segade, que desde las 6 de la mañana trabajaba en el caso con la misma pasión y exaltación para radio Nihuil.
Cada informe que Matías Pascualetti entregaba desde la escena trágica para radio Nihuil era un golpazo más. Pero había que seguir.
Que los padres de los chicos fallecidos llegaban mientras los Bomberos removían el auto y gritaban sus nombres, en pleno shock; que el papá de Santiago Gómez le preguntaba a toda voz por qué no lo había esperado si habían quedado que esa noche él lo iría a buscar... Que uno de los abuelos caminó desolado por el lugar agarrándose la cabeza y que otra abuela -también en shock- preguntaba en la zona si alguien había visto a los chicos comiendo un pancho por ahí, con la ilusión intacta de que no fueran ellos los fallecidos...
Porque para eso habían salido los chicos aquella noche a bordo del VW Golf oscuro: para comer unos panchos. Sin embargo, la realidad tenía preparado el arrasador evento de sus muertes tempranas. Injustas. Tristemente dolorosas. Desgarradoras.
No me propongo ensalzar el trabajo nuestro, el de los periodistas. Sólo quiero compartir con los lectores la certeza de que nos pasan las mismas cosas que al resto de la sociedad por más que hagamos un trabajo extraordinario y habitualmente hablemos mano a mano con gobernadores, empresarios y hasta con presidentes de la Nación, jueces y gente vinculada al poder. O que viajemos al Aconcagua o que nos internemos en medio de un barrio bravo.
El precio de la carne también aumenta para nosotros; también nos afectan las bochornosas temperaturas de este enero y -como muchos- también tenemos la tarjeta al rojo vivo.
Dicho de otro modo: muchos casos como las muertes de los cuatro chicos también nos pegan en el cuerpo y el alma y muchas veces se nos aflojan las piernas. Porque muchos también somos padres que llevamos y/o pasamos a buscar a nuestros hijos. O tíos de chicos que tienen la vida por delante. Seres humanos de carne y hueso. Amantes de la vida, todos.
Pasado el vendaval emocional de casos como éste, nos surgen más preguntas que tienen como eje a quienes, en el rol de policías, bomberos, médicos y preventores, también le ponen el cuerpo y la mente al oficio y se enfrentan cara a cara con la muerte y sus devastadoras consecuencias.
¿Cómo habrán vuelto a sus casas y a sus familias esos servidores públicos?
¿Les brindarán asistencia psicológica?
¿Podrán dormir de corrido y sin pesadillas después de una jornada tan grave como la del miércoles?
Muchas preguntas se acallan porque nos sobrevienen otras, nuevas -a veces muy distintas- porque tienen que ver con otras noticias y otras historias por contar.
Porque eso elegimos como profesión: contar lo que pasó, ya sea con palabras escritas o dichas frente al micrófono, una cámara encendida o en un video.
Aunque a veces, nobleza obliga, debo confesarlo, escribimos o hablamos con la mejor cara posible pero con el corazón estrujado al mismo tiempo.