Asamblea General

La semana del atasco de la ONU

La Asamblea General de la ONU va a estar, una vez más, marcada por la parálisis de la Organización. Lo más importante del encuentro van a ser las reuniones bilaterales entre los jefes de Estado y de Gobierno y las que éstos mantengan con los inversionistas del sector privado.

Nueva York” suena a ciudad muy grande. Y, desde luego, lo es. Pero cada año, a finales de septiembre, se colapsa. No hay taxis, ni Uber (ni tampoco sus competidores, como Lyft), ni, por supuesto, habitaciones de hotel. Esas afirmaciones pueden parecer desmesuradas cuando se habla de una ciudad que recibe 60 millones de turistas al año, o sea, el equivalente de toda la población de Argentina y Chile juntas. Pero la realidad es ésa.

Ese colapso se debe al plenario de la Asamblea Anual de Naciones Unidas (o, como se la conoce coloquialmente por sus siglas en inglés, UNGA, un acrónimo que hace mucha gracia a los estadounidenses porque en inglés suena un poco ridículo). Todos los meses de septiembre, normalmente alrededor de la tercera semana del mes, acuden los jefes de Estado y de Gobierno de la mayor parte de los países del mundo a hablar apenas unos minutos en la ONU. Todos los países están representados. Algunos, por su jefe de Estado; otros, por su jefe del Gobierno; y los restantes por sus cancilleres. Naciones Unidas tiene 193 países miembros, y todos ellos hablan, además del Vaticano y Palestina (con estatus de observadores, aunque no son miembros) y la Unión Europea (que es observador, aunque no es Estado).

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Solo este año, han confirmado que hablarán 87 jefes de Estado (presidentes y reyes), tres vicepresidentes, dos príncipes herederos, 45 primeros ministros, ocho viceprimeros ministros, 45 cancilleres y cuatro representantes de menor nivel de sus países. El primero en hablar será, como es tradición, Brasil, que estará representado por su presidente, Lula. El segundo, también como es costumbre, el presidente del país anfitrión, Estados Unidos. El discurso del lunes será el acto final de la carrera de Joe Biden en el escenario mundial.

¿Qué tiene Naciones Unidas para que vayan todos esos mandatarios? Después de dieciséis años cubriendo UNGA, la respuesta es simple: nada.

Nadie va a ir a Nueva York por su discurso o el de los otros. Y nadie va a ir por la ONU en sí misma. Eso ya era un hecho en el pasado. Pero ahora, con la fragmentación del orden mundial, es una evidencia irrebatible. La ONU está paralizada porque, como tal, la Organización no existe. Naciones Unidas no tiene poder. Quien tiene poder son sus miembros. La ONU, igual que el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o cualquier otro organismo multilateral no es en sí mismo más que una estructura burocrática en la que mandan sus socios. Es como una comunidad de vecinos. Y los vecinos de la ONU no se hablan entre sí.

El atasco, así pues, no es solo en las calles de Manhattan. También lo es en la ONU. Y es inevitable. La Organización está paralizada a todos los niveles. El Consejo de Seguridad está partido en dos, con Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña por un lado, y China y Rusia por otro. Hay, además, otras fracturas. Los planes de Estados Unidos de dar representación permanente en ese órgano a países del Sur Global, como India, llevan décadas chocando con la oposición de Francia y Gran Bretaña, que disfrutan en la Organización – al igual que en el FMI – de un estatus diplomático que perdieron en el mundo real hace décadas. La situación no es mejor a medida que se baja a otros niveles de la ONU. Los países del Sur quieren más poder, y ya cuentan con la suficiente fuerza como para frenar los designios del mundo industrializado. El resultado es que Naciones Unidas se mueve con la rapidez de un glaciar, como ha quedado de manifiesto con su ausencia absoluta en las guerras de Ucrania, Gaza y Sudán. El propio lema de esta UNGA, ‘Para que nadie se quede atrás: actuar juntos por el progreso de la paz, el desarrollo sostenible y la dignidad humana para las generaciones presentes y futuras’, es un ejemplo de eslogan vacío.

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Con la ONU congelada, el interés para los asistentes son las reuniones bilaterales entre los dirigentes y, también, las de éstos con los representantes del sector privado. No hay organización que se respete que no celebre su evento en paralelo a Naciones Unidas. El autor de estas líneas ya tiene agendados para esta semana eventos con los centros de pensamiento Consejo de Relaciones Exteriores y Atlantic Council, la revista Foreign Policy, y la organización Concordia. El lunes por la noche tengo a la misma hora tres cosas diferentes. Eso, más que la ONU, es lo que fuerza los atascos. Todo ello sin contar con la ‘megarrecepción’ que organiza todos los años Estados Unidos, y que en este 2024 se ha trasladado del martes – como suele ser habitual – al miércoles. A todo ello se suma el sinnúmero de encuentros discretos que mantienen los líderes políticos con los del sector financiero, cuya base mundial está, precisamente, en Nueva York. Eso, para un país como la Argentina, es mucho más relevante que Naciones Unidas.

Así pues, ¿qué cabe esperar de la ONU este año? Bien, lo primero, algo que no se va a plantear en la Asamblea: el plan del Gobierno de Ucrania que el presidente de ese país, Volodimir Zelenski, va a presentar a Joe Biden y a Donald Trump… en Washington, el miércoles, un día después de que ambos hayan hablado en el Plenario en Nueva York. La amenaza de una guerra generalizada en todo Oriente Medio va a ser también un tema importante, aunque con eso nadie espera ningún cambio a mejor, y solo con que las cosas no empeoren mucho ya es para darnos por satisfechos (o resignados). Exactamente lo mismo cabe decir de la guerra civil olvidada de Sudán, o del conflicto permanente en el Sahel, la franja de territorio que cruza África al sur del desierto del Sahara, desde el Océano Atlántico hasta el Mar Rojo. Aparte, habrá los habituales llamamientos a la lucha contra el cambio climático, la reducción de las desigualdades, y la sostenibilidad, todos ellos acompañados de pequeñas iniciativas – tanto de los Estados como entre éstos y el sector privado – para llevar adelante esos programas. Nada va a cambiar.

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La gran paradoja de esta situación es que, a menudo, lo relevante no son los discursos en el plenario de la ONU, sino lo que se dice en esas reuniones privadas. Eso no significa que las palabras pronunciadas en Naciones Unidas sean irrelevantes, pero sí que son solo una especie de manifiestos de los Gobiernos, con una marcada propensión a ser declaraciones de buenas intenciones (o de malas intenciones, que eso va por barrios). Lo que digan Irán, Israel, Turquía, Venezuela, Ucrania, Rusia, China y, por supuesto, Estados Unidos, va a ser desmenuzado hasta la última palabra y examinado con lupa. Pero sus consecuencias en el mundo real no parece que vayan a ser más relevantes que tomarle la temperatura a un enfermo – el mundo – cuya salud conocemos todos. En muchos casos, además, los discursos se dirigen a las opiniones públicas nacionales.

El atasco de Nueva York es un reflejo del atasco de Naciones Unidas, que a su vez es una muestra de una comunidad internacional en la que nadie dirige el tránsito por las grandes avenidas del mundo.

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